domingo, 28 de febrero de 2010

EL ESCRIBA

“No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo.”
Oscar Wilde.
Si algo he aprendido de esta aventura literaria es la veracidad de esta cita de Wilde. Creo que fue cuando realmente me convencí a mí mismo de que podía hacerlo cuando comenzó a escribirse el hechizo. La inteligencia, el talento y la formación no son nada sin la voluntad, qué duda cabe. Y muchas veces esta perogrúllica aseveración nos pasa desapercibida. Sin duda es un problema de autoestima.

El club “Los Xuferos” inauguró una página web (http://www.clubescacsrafabayarri.es). El altavoz de mis afanes. El webmaster, a petición mía, habilitó una sección denominada EEDC donde comencé a colgar mis reflexiones sobre ese fluido que me corría por las venas (¿he dicho ya que el ajedrez es algo más que un juego, que tiene autentica entidad física y que me invade?). Esta tarea cumplía tres funciones básicas: desahogo, experimentación y preparación.

Lo primero ni lo explicaré. Basta leer los textos para darse cuenta de que me explayé a gusto sobre todo lo que había reflexionado sobre la forma de entender el ajedrez. Lo segundo era necesario: daba vida a un personaje del hechizo, del que necesitaba conocer el efecto que podía causar en un potencial lector. Y lo tercero porque allanaba el camino a un elemento estructural prioritario del hechizo.

Y así, siguiendo a Oscar Wilde, dije lo que tenía que decir. Pero me decepcionó un poco ver los pocos lectores que tuve. ¿Acaso el tema no interesaba?

jueves, 25 de febrero de 2010

¡Oh CAPITÁN, MI CAPITÁN!

“La libertad supone responsabilidad. Por eso la mayor parte de los hombres la teme tanto.” George Bernard Shaw.

Iban pasando los años y muchos compañeros abandonaban la connivencia con Caissa envueltos en labores más productivas, familias numerosas y proyectos vitales menos lúdicos. De resultas de esa diáspora inesperada, ascendí sin demasiado entusiasmo en el seno del club y me encontré en situación de asumir una responsabilidad un punto más exigente que mi mera participación competitiva. Fui nombrado capitán de uno de los dos equipos que conformaban el club. O sea, prácticamente nada: asegurarme de que cada sábado fuéramos ocho, y poco más. De esa experiencia, poco pude sacar en claro para el hechizo. Un poco de papeleo, mínimo, alguna decisión más o menos controvertida respecto al orden de fuerza, algún jugador que se queda fuera de la convocatoria, alguna propuesta de tablas a estudiar, y poco más. Y una reflexión sobre esas personas anónimas que desarrollan funciones en la sombra, aparentemente secundarias, carentes de la trascendencia de los altos cargos, pero cuya labor es tan vital como el engranaje accesorio que impide que el motor se recaliente y explote.

Este tipo de responsabilidades, salvo para los que ambicionan figurar y son incapaces de ser rebaño queriendo ser siempre ser pastor (o, a veces, perro ovejero), suelen ser desagradables, sin ningún reconocimiento, sin ninguna contrapartida, y sí muchos quebraderos de cabeza. Pero formar parte de algo nos obliga a arrimar el hombro en aquello para lo que estamos capacitados, la mayoría de las veces, o en aquello en lo que por eliminación somos los menos malos. Aunque sólo sea por experiencia.

Y los colectivos son así. Funcionan la mayoría de veces por impulso de voluntades mal recompensadas, mal comprendidas, y generalmente poco ayudadas. Porque es muy cómodo ser parte de algo, disfrutar del maná y criticar a Moisés. Pero antes o después nuestra conciencia nos obliga a subir al Sinaí o a capitanear a nuestros compañeros a sabiendas de que estamos poco capacitados para ello, pero que sin nuestra ayuda el barco bogará más lentamente.

Y sabemos que es un círculo vicioso. Cuanto más intentas ayudar al colectivo más miembros del mismo se sienten desprendidos de esa obligación con la tranquilidad de saber que el barco no se hunde porque hay grumetes o timoneles que se encargarán de evitarlo. La comodidad. Y cuesta comprender que si no remamos todos, el barco acabará varando. Y lo peor es que es muy fácil acostumbrarse a que sean otros los que asuman responsabilidades. ¿Os suena conocido? Da igual que sea un club de ajedrez, una gabinete ministerial o una pandilla de colegas. Siempre es lo mismo, ¿verdad?

Me reconozco un parásito del club “los Xuferos” porque sin ellos “El hechizo de Caissa” nunca hubiera visto la luz. Así que la capitanía (y la pretendida "dirección técnica" que el presidente intentaba arrogarme medio en broma, medio en serio) es un precio irrisorio en comparación con todo el calor que la manada me proporcionó. El precio.

Esto sí aparecerá en el hechizo. ¿Qué estamos dispuestos a pagar por alcanzar nuestros anhelos?

lunes, 22 de febrero de 2010

ESE INVENTO LLAMADO INTERNET

“Internet es positivo porque nos une, nos conecta, incluso a las personas mayores. El estar conectados nos prolonga la vida, y no solamente añade años a la vida, sino vida a los años.” Luis Rojas Marcos.

Internet supuso para nuestra civilización un auténtico bombazo comunicativo. Destruyó las barreras, asaltó las conciencias, convirtió la ciencia en magia y la humana capacidad de sorprendernos la supera día a día. No nos lo acabamos, no nos los comemos, no nos acostumbramos. Y pese a todas las críticas sobre su toxicidad moral y su capacidad alienadora (¿miedo a lo desconocido?) es innegable su potencia y su practicidad.

Para un ajedrecista, internet supuso una fuente inagotable de aprendizaje, un seguimiento en tiempo real de los eventos más importantes y, sobre todo, la solución a su endémico problema. Porque a estas alturas creo ya haber expresado que el gran problema del ajedrecista siempre es su carencia de rivales. Difícilmente puedes encontrar adversarios cuando tú deseas, del nivel que tú deseas, y dónde tú deseas. Siempre era un problema. Internet lo solucionó. NO olvidemos que a esto se juega con la cabeza, con las ideas, y no es necesaria la presencia humana, sino la confrontación de intelectos.

Hoy en día miles, cientos de miles, quizás millones de internautas conectan en centenares de portales de juego de ajedrez on-line, y la comunicación -el juego- se desarrolla en tiempo real, con vecinos, con madrileños, argentinos, chinos, aficionados, jugadores fuertes, Grandes Maestro, hombres, mujeres, niños, en partidas lentas, postales, rápidas, blitz... Inagotable. Juegas ajedrez, aprendes ajedrez, experimentas aperturas, te apuras de tiempo, archivas las partidas, envías las partidas por correo a tus compañeros, analizas las partidas, …, compartes tu ajedrez y la red de redes te caza en el más maquiavélico juego jamás diseñado, en la mayor comunidad jamás diseñada...

No pude calibrar el reino de Caissa, sus dimensiones, la cantidad real de adeptos y esclavos que posee, hasta que no me hice una idea de la cantidad de ciberjugadores que existen. Cientos de miles. Cientos de miles de apasionados que como yo podían conectarse para suministrarse diariamente su metadona lúdica. Cientos de miles de hechizados.

En “El hechizo de Caissa” el ajedrez on-line será un protagonista estelar. Una clave fundamental...

sábado, 20 de febrero de 2010

¡NO TE CORTES!

“Una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja.” Proverbio italiano.

Cada vez que voy a visitar a mi madre a su casa, ella me espera con un café caliente y unos cuantos recortes de la página de entretenimientos de algún periódico. A veces es algún sudoku, pero siempre hay varios problemas de ajedrez. Contribuye activamente a engrosar la única colección que poseo: mi caja repleta de recortes de periódicos con problemas de ajedrez.

Al principio sólo los miraba. Luego un problema de máxima dificultad se me resistió en la sala de espera del dentista, y furtivamente lo recorté para su posterior estudio en casa (mil disculpas, doctor Vidal). A los pocos meses sajaba sin piedad cuantos diarios caían en mis manos, en casa, en el trabajo, en...

La caja de mi colección fue creciendo, a veces demasiado rápido para que yo pudiera solucionar todos los problemas antes de introducirlos en ella. Hoy tengo varios miles, de los cuáles no creo haber solucionado más que unos pocos centenares.

Y cada vez que abro la caja, un pensamiento me invade: los diarios siguen publicando (por muchos años, espero) el inevitable problema de ajedrez en sus páginas de pasatiempos. Si no hubiera aficionados, no habría problemilla diario en el periódico. ¿Cuántos aficionados habrá?

Las cosas pequeñas de la vida nos acompañan. Las rutinas nos alientan. Y mi caja, junto con algunos libros, es la única colección preciada que poseo y que realmente me haría sufrir si la perdiera. Porque ha sido testigo diario de mi proceso de aprendizaje. La muesca diaria recordatorio de mi afición imperecedera.

¿Habrá alguna caja parecida en “El Hechizo de Caissa"?

miércoles, 17 de febrero de 2010

METAMORFOSIS

“Nadie puede ser esclavo de su identidad; cuando surge una posibilidad de cambio, hay que cambiar.” Elliot Gould.

La inexperiencia hace que a veces tomemos caminos extraños. Ahora confesaré un secreto del “Hechizo de Caissa”: antes de existir la historia, existió el personaje (al menos en mi cabeza). Al menos, uno de los personajes. Recuerdo que me senté frente a un cuaderno en blanco -el cuaderno que siempre me acompañó durante toda el proceso de escritura- y escribí: COSAS QUE QUIERO CONTAR. Fue una lista larga, de la que luego, obviamente, taché la mitad. Pero había una anotación que me obligó a crear un personaje (¡de momento sólo en mi cabeza!). Y ese personaje tenía unas características especiales que lo definían. Y tuve que trasformarme en él. En mi juego. En mi ajedrez.

Buscaba sacrificios desesperadamente. Los provocaba. Casi sólo jugaba gambitos. Acallaba los ensalmos del juego correcto y promocionaba las locuras en el tablero. Sacrificios encadenados. Entregas de dama sin pensármelo demasiado, ofrendas de peones con el único objetivo de jugar con líneas y columnas abiertas, arriesgadísimo repertorio de aperturas, peligrosísimas posiciones y ninguna diferencia entre partidas amistosas, de café, oficiales, lentas, rápidas,... Así era este personaje: un loco sacrificador.

Hubo una época en la que fui un jugador rocoso, posicional, sensato... pero desde hace años sé que no puedo volver atrás y ahora ese personaje me posee. Y eso me quema, porque sé que jugar al ajedrez es algo más que desparramar las piezas por doquier e ir sacrificándolas caprichosamente, pero ¡es tan difícil sacrificar con corrección!

Aún hoy, cuando la partida es trascendental o mi equipo necesita de mi victoria, sufro una lucha interna insoportable que mis compañeros apenas pueden imaginar. Deseo estampar el alfil contra el enroque y responder a esa pulsión sin importarme la consecuencias. Pero claro, ya soy un viejo que conozco ese principio newtoniano de toda acción tiene su consecuencia... Y a veces tengo que taparle la boca a mi personaje, que me llama desde dentro...

lunes, 15 de febrero de 2010

ORGANIZANDO TORNEOS

“Todo acto forzoso se vuelve desagradable.” Aristóteles.

Sería un ejercicio de sinceridad reconocer que la primera fase de mi novela, la documentación, fue tremendamente agradable, aunque bastante extensa. Había que conocer profundamente el ajedrez y ese es un universo multidisciplinar casi inabarcable. Leerlo todo, saberlo todo, conocerlo todo, era casi imposible. Pero era necesario , al menos mínimamente, experimentarlo todo. Y como todo en la vida, algunas cosas son más agradables que otras.

Una de las que más me repelían era la organización de torneos. Necesitaba conocer los entresijos del asunto, pero pronto descubrí que el aprendizaje obtenido difícilmente compensaba los sinsabores. Porque cierto es que aprendí cómo utilizar las aplicaciones informáticas para organizar los emparejamientos, y experimenté las dificultades organizativas, materiales, horarios, categorías, relojes que no funcionaban, incomparecencias que trastocan las partidas, etc..., pero los jugadores suelen tener muy poca paciencia, son muy exigentes y ¡no digamos los padres de los pequeños ajedrecistas! Cada vez que organizaba o ayudaba a la organización de un torneo volvía a casa cabreado, porque siempre había algún insatisfecho que no estaba de acuerdo con un emparejamiento, con una decisión organizativa o con un resultado (y claro, siempre lo pagan los mismos), preguntándome quién me mandaría a mí meterme en esos embrollos. Pero, un poco por ayudar a mis compañeros de club y un poco por curiosidad, era necesario. Desagradable, pero necesario.

Otras veces organizábamos torneos amistosos entre los compañeros del club. Ahí siempre había comprensión y colaboración. Era mucho más fácil, aunque tampoco llovía a gusto de todos. O el ritmo de juego no contentaba a todos, o unos querían liga y otros eliminatorias, o como es un torneo amistoso no importan las incomparecencias y ni siquiera aviso al organizador (con los graves inconvenientes que ello siempre supone), que si... En fin, lo de siempre, que pocas veces somos capaces de valorar los esfuerzos que hacen los organizadores, y mola ir a mesa puesta.

Pero todo esto tenía que vivirlo. Y un compañero de club me dijo una vez que a mí me gustaba organizar torneos. ¡Qué lejos estaba de la realidad!

jueves, 11 de febrero de 2010

HECHIZADO POR HECHIZAR.

“Algunas veces hay que decidirse entre una cosa a la que se está acostumbrado y otra que nos gustaría conocer.” Paulo Coelho.

Llega un momento en la vida de todo ajedrecista en el que tienes que tomar una decisión definitiva. Es el momento en que comprendes que tu progresión no está estancada, sino que exige nuevos sacrificios. Y tú no puedes más. Has entregado ya demasiado y sabes que para mejorar deberías invertir más de lo que tienes. Más de lo que estás dispuesto. Algunos dicen sí. Y se convierten en Grandes Maestros. Otros dicen sí, y años más tarde lamentan haberlo perdido casi todo. Y la mayoría saben que la única respuesta conveniente es no. Hasta aquí hemos llegado. Y convierten su progresión ajedrecística en una meseta, con sus partidas sabáticas, con algo de ajedrez de café, con alguna lectura aislada, y la obsesión se torna afición, y Caissa tiene un admirador pero no un esclavo.

A mí me llegó ese momento. Y dije, basta. Pero yo tenía un gusanillo ahí dentro, el gusanillo de escribir sobre el ajedrez. Y comencé  -al principio muy inocentemente, casi de cachondeo, y después incluso anotando las ideas- a planificar el hechizo. En realidad esto es una burda mentira (aunque suena bien), porque en ese momento aún no estaba realmente convencido de poder hacerlo, ni tampoco se llamaba “El hechizo de Caissa” (EODC eran sus siglas, pero no diré cuál era el título pensado), y ni siquiera la trama de la historia era igual. Pero comencé a planificar mis acciones.

Fase 1: Documentación. Había que saberlo todo sobre el ajedrez. Historia, reglamento, cómo jugar, aperturas, teoría... Eso estaba chupado. Unas cuantas horas de biblioteca y lo que ya sabía, que no era poco.
Fase 2: Conversión. Tenía que ser “ajedrecista”. Tenía que sufrir y gozar como ellos, hablar su argot, sentir como ellos. Aprender como ellos. Entrenar como ellos. Jugar como ellos. Chupado. La mitad el camino ya lo había recorrido, por no decir tres cuartos.
Fase 3: Aunque no tenía del todo clara la historia, sí conocía (¡los llevaba dentro!) cómo quería que fueran mis personajes. Y me convertí en ellos. Jugué como ellos jugarán en la novela, aprendí como ellos aprenderán en la novela, y pasé las mismas etapas que ellos pasarán en la novela.
Fase 4: Personajes secundarios. Tenía que aprender funciones relacionadas no tan evidentes en un ajedrecista, pero cuya experiencia me era necesaria para personificar a mis “hijos literarios”: organización de torneos, escribir sobre ética del ajedrez, comentar partidas, dar lecciones magistrales, organizar al equipo.... ¿por qué? Porque mis personajes harán eso en la novela.
Fase 5: Transformar mi estilo de juego. Lo más duro. Tuve que jugar como jugarán mis personajes. Sobre esto no adelantaré más datos. Al leer la novela comprenderéis (sobre todo los que me conocen personalmente como ajedrecista).

Fase n: a su debido momento continuaré explicándolas. Por ahora, ya va bien.

Y mi obsesión por experimentar todas estas facetas no pasó desapercibida a algunos conocidos, compañeros y a mi peligrosamente decreciente puntuación ELO. Pero yo estaba hechizado por hechizar.

miércoles, 10 de febrero de 2010

¡MAMÁ, DUELE!

“Todo fracaso es el condimento que da sabor al éxito” Truman Capote.

Uno-guión-cero. Derrotado.
Cero-guión-uno. Derrotado, con blancas.
Y venga a sumar derrotas.
El pecho se encoge.
Las sienes te duelen.
Ignoras las miradas inquisitivas de tus compañeros de equipo.
Olvidas la cena que tenías programada.
Soportas estoica y deportivamente el ego de tu adversario, que intenta analizar tu desastre.
Buscas excusas, ese despiste, ese reloj que iba tan rápido, ese ruido que me ha desconcentrado.
Y allá dentro, no sé muy bien dónde, duele.
No te has caído en un lanzamiento rectificado desde el extremo, ni has chocado con el poste en un remate de cabeza, ni te has torcido el tobillo al cazar ese rebote. Pero duele.

Es un dolor indescriptible, probablemente íntimamente relacionado con la esencia misma de la lucha ajedrecística, la lucha de voluntades e intelectos (¿soy tonto?), donde no hay responsabilidad compartida, ni inclemencias meteorológicas, ni árbitro cegato... Sólo tu incompetencia cognitiva. Y eso duele. La autoestima está esperando el resultado pacientemente durante toda la partida, para deshincharse o crecer, según los casos. Y luego está el dolor ¿ya lo he dicho?

Sólo me queda añadir que el dolor desaparece lentamente (suele durar una semana, más o menos), que es físico, que no tiene cura, y que es injusto. Porque tus familiares lo sufren subsidiariamente, con tus silencios, con tus ausencias, con tus desesperados análisis en la reclusión excluyente de tu tablero.

En “El hechizo de Caissa”, conoceremos el dolor. No lo dudéis.

lunes, 8 de febrero de 2010

LA SEMILLA.

“El pensamiento es la semilla de la acción” Ralph Waldo Emerson.

Una tarde de mayo mis obligaciones laborales me llevaron hasta la platea de una función de teatro escolar. Yo no era nada aficionado al teatro (¡bastante tenía con mis otras obsesiones!) y esperaba un espectáculo mediocre y soporífero. En su lugar, descubrí una excelente compañía teatral nutrida con la materia prima de alumnos del primer curso de bachillerato. Quedé gratamente sorprendido. Al año siguiente, la sorpresa dio paso a un sentimiento de admiración incondicional después de presenciar una maravillosa obra, si cabe todavía más sorprendente. Una delicia para la retina. Risas, bailes, diálogos vivos, frescos e ingeniosos, compenetración actoral, tablas, tramoya de calidad, montaje audiovisual esmerado, dirección sobresaliente, y una chispa de genialidad en el escenario que inundó sin piedad el patio de butacas.

Al llegar a casa, no sé qué demonio me poseyó y escribí lo que burdamente podríamos llamar una crítica teatral, pero realmente fue un desahogo necesario. La titulé “Lección de semántica” porque aquel grupo de alumnos me habían demostrado el significado de la palabra arte.

Cayó el escrito en manos del director de la función, y allí mismo nació una amistad indestructible. Y queréis saber una cosa: ¡además jugaba al ajedrez! Los caminos de Caissa son inexcrutables.

Al año siguiente volví al teatro. Y al otro, y al otro. Y ya se convirtió en costumbre que escribiera la “crítica” (que nunca fue tal) teatral. Y cada vez que escribía aquellas breves columnas, alimentaba mi goce por la escritura. Aquellos escritos fueron la semilla del hechizo, y sólo el saber que había gustado a los lectores (casi todos eran los alumnos que hacían la función) me animó a escribir. A escribir eso, y otros documentos que poco a poco fueron cimentando mi afición a la escritura y mi estilo. Pero sin duda ese fue el principio.

Años más tarde mi amigo el “director” (en adelante así me referiré a él) se convirtió en un excelente “alter ego” ajedrecístico, y no pocas partidas jugábamos saboreando un helado en la terraza o el clásico “granizado de limón”. Y un año, me hizo llorar. Fue el año que me homenajeó en el escenario de su función teatral representando una partida de ajedrez entre dos adversarios “famosos”. Uno se llamaba como un servidor. El otro, ¡Mijail Tahl! (lágrimas contenidas cayendo sobre el teclado). El público no entendió el mensaje. Yo nunca hubiera podido imaginar cumplir un sueño imposible de una forma tan deliciosa como esa.

Pero, recuerdos lacrimógenos aparte, de todo aquello hay que sacar una conclusión evidente: esos escritos fueron el inicio de mi afición escritora, y comencé a fantasear con la idea de producir algo más laborioso y extenso que aquellas breves reseñas teatrales. ¿Sobre qué podía escribir? No me costó demasiadas décimas de segundo elegir el tema. Tenía la autoestima alta, el motivo seleccionado y una firme determinación de hacerlo. Y creedme, esto último es lo único que hay que tener para abordar cualquier empresa. Aunque todavía no sabía que sería el hechizo, sabía que algo iba a escribir.

viernes, 5 de febrero de 2010

EL PUNTO G.

“La mente también puede ser una zona erógena” Rachel Welch.

Mentiría si dijese que no me importaba ganar o perder. Es un bonito lema, muy educativo, pero el agon no atiende a razones, sino a impulsos. Y el impulso de victoria es de los más fuertes.

Así que muchas veces jugaba un ajedrez aburrido pero efectivo, correcto pero insulso. El ascenso de mi nivel de juego (siempre a nivel aficionado aunque participando en competiciones federadas) me compensaba parcialmente de todos los esfuerzos, pero cuando realmente me sentía recompensado por la diosa era cuando lograba disfrutar de una partida divertida. Es una de las exigencias divinas más duras de asumir: por cada mil partidas aburridas aunque correctas, una la disfrutas realmente. Y cuanto más aprendes, más exigente te vuelves para disfrutar realmente de una partida. Porque llega un momento en que la belleza debe ir pareja a la corrección, y a veces eso es complicado de combinar, y más aún para un aficionadillo del montón. El famoso mito de los caballos alados del carro de Platón, cada uno estirando en una dirección, el uno hacia el juego bello (la pasión), el otro hacia el juego correcto (la lógica). Esta dicotomía bipolar será protagonista de trasfondo en la novela “El hechizo de Caissa”.

Aunque tardé algunos años en aceptarlo (porque el agon es una fuerza muy poderosa), en un momento dado decidí dejarme llevar por el caballo pasional. Tiré de las riendas con fuerza e inmediatamente comencé a perder puntos ELO (el sistema de categorizar numéricamente el nivel de los jugadores), partidas y algo de autoestima. Pero, en compensación, Caissa me recompensó con algunas brillantes victorias cuyo recuerdo hará olvidar para siempre todas las derrotas, aunque a mi equipo eso pudiera no convencerle. ¿Valía la pena?

Sí. Durante una época busqué obsesivamente el punto G de la diosa. Y hoy estoy absolutamente convencido de que es una etapa o estilo que todo ajedrecista debería experimentar. Amar a Caissa exige tener un poco de desparpajo para hacerla gozar con alguna locura. Fegatello, Allgaier, Hallowen, Pereyra, Portuguesa, y el espectro de esa maravillosa combinación que Deep Blue le ganó a Kasparov en la Caro-kan. A los no ajedrecistas, tranquilos. Sólo enumeraba divertidas aperturas tan incorrectas como ambiciosa. Todas buscan el punto G de la diosa.

Ajedrez no es sexo, claro. Pero a veces es un excelente complemento, y la estrategia para llegar a Caissa pasa por atreverse a maniobras amatorias igualmente arriesgadas.

Espero ansioso vuestros comentarios al respecto.

jueves, 4 de febrero de 2010

PROMISCUIDAD.

NOTA PREVIA: Referente al comentario anónimo de la anterior entrada, es conveniente que todo lector de la novela tenga claro que es eso, una novela, no un libro técnico. Se trasmite el amor y la pasión que suscita el ajedrez para maestros y aficionados, pero nada de teoría ajedrecística. Si es eso lo que buscas, este no es tu libro. Es un libro no para aprender ajedrez, sino para aprender a apreciarlo y gozarlo. Gracias por tu aportación.
Respecto al comentario de Carlos, sí efectivamente, he leído toda la saga de McCullough, y junto con Santiago Posteguillo (fabulosa su trilogía sobre Escipión: Africanus, Las legiones Malditas, La traición de Roma) son los que mejor han narrado la Roma republicana. Me confieso admirador incondicional de estos dos autores y de Gisbert Haefs, los mejores narradores históricos  -junto con Margarit Yourcenar- que conozco.

“Hay que ser infiel, pero nunca desleal.” Gabriel García Marquez.

Uno de los rasgos idiosincrásicos del ajedrecista, eso lo aprendí pronto, es su amor por un esquema de desarrollo de las piezas, lo que los iniciados llaman aperturas. Sobre ellas hay todo un negocio editorial (decenas de monografías se publican cada año), todo un campo de aprendizaje y estudio específico, y yo casi diría que un dogma rayano en el culto místico. Esto puede parecer una exageración para los neófitos, pero los iniciados estamos cansados de leer expresiones del tipo “espíritu de la apertura” o “mística de la apertura”. O sea, esa relación que se establece de confianza mutua entre un humano y un conjunto de jugadas más o menos preestablecidas con sus correspondientes variantes, que se fundamenta en la experiencia y la comodidad de la posición.

De hecho, un porcentaje muy alto del conocimiento del rival es el conocimiento de su repertorio. El “¿qué juega?” es la pregunta en argot que nos dice qué tipo de jugador es mi adversario. Y así, el acervo taxonómico nos lleva a hablar de “jugadores sicilianos”, de “caballeros de gambito de rey”, “de jugadores indios”, etc… Y ello se corresponde, simplemente, con datos estadísticos; ese jugador juega apertura española con blancas el ochenta por ciento de las veces, con negras siempre plantea india de rey o berlinesa.., y así.

Pero internamente la relación entre el jugador y sus aperturas favoritas, es mucho más. Es una relación de amor incondicional. La apertura es una novia. Hay una primera novia (y apertura inicial), hay aventurillas amorosas ocasionales (y aperturas excepcionales), y hay amores recurrentes (y aperturas inolvidables), y ¿quién no ha tenido una novieta feucha pero que le daba morbo? (y aperturas reputadas como flojas pero con las que alguna vez te lo has pasado genial). Hay jugadores fieles. Y los hay promiscuos. Mea culpa.

Al principio fue curiosidad, o simplemente impaciencia porque achacaba mis derrotas a la flojedad de la apertura elegida. Luego me impuse el conocimiento de un amplio abanico de aperturas porque el proceso de documentación me exigía “dominar” casi todas las aperturas. Y debía vivir mi particular “mística” con alguna, tener ocasionales aventurillas extramatrimoniales, e incluso frecuentar algún burdel en la marginalidad de las aperturas de flanco.

Sería complicado, dado mi dilatada trayectoria, decir cuál de todas fue mi esposa. Pero de toda esta promiscuidad, puedo sacar un par de conclusiones claras. La primera es que perjudicaba seriamente mis resultados deportivos, pues es conocido el famoso axioma de que “más vale poco conocido que mucho por conocer” (lo he adaptado un poco al mundo ajedrecístico), y es obvio que diversificar esfuerzos en el estudio de las aperturas nunca es una decisión correcta desde el punto de vista práctico. Pero claro, mi prioridad nunca fueron los resultados deportivos y yo siempre desprecié (así me fue) el estudio de aperturas. Y la segunda consecuencia es que mis rivales tenían muy complicada la preparación cuando jugaban contra mí. Porque juego con relativa frecuencia francesa, escandinava, Pirc, portuguesa, siciliana, española, Londres, Budapest, orangután, dragón… No es una clase de geografía ni de biología: es una locura de repertorio.

Y toda la promiscuidad que nunca experimenté en mi vida real podía hacerla realidad en mi vida imaginada, esa que el tablero me estaba ofreciendo.

miércoles, 3 de febrero de 2010

LA BIBLIOTECA.

“Por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo.” John Steinbeck.

Asiduo visitante de la biblioteca pública, siempre me sorprendió buscar los libros de ajedrez en la sección de arte y encontrarlos en la de juegos, deportes y aficiones. Y creo que esa es una de las razones ocultas, uno de los inalcanzables objetivos soterrados de “El hechizo de Caissa”: reivindicar el puesto que le corresponde. Es obvio que no lograré mi propósito, y no diré una mala palabra contra los responsables bibliotecarios. Sólo puedo agradecerles todos sus esfuerzos por hacernos -a todos los ciudadanos- más felices, más sabios, más educados, más formados, y más personas. Pero me consta que mi pasión por la lectura no está tan extendida como a mí me gustaría creer, y ésta puede ser una opinión exagerada y poco popular.

Aún así, creo estar en deuda con la biblioteca pública por tres motivos. El primero es obvio: allí amplié mis conocimientos ajedrecísticos y me convertí pronto en un constante usuario de la sección de préstamo. Creo haber leído todos los libros de ajedrez que allí se ofrecen al préstamo. Todos. Especialmente útiles fueron las narraciones históricas (“Viaje al reino del ajedrez”, por ejemplo). Y hoy, que tan extendida está la creencia de que Google es el oráculo de Delfos que todo lo sabe, yo sigo afirmando que una biblioteca pública reporta, no sé si más o menos, o mejor o peor información, pero sin duda unas vivencias formativas insustituibles, nada que ver con la frialdad de un monitor. Mi proceso de documentación para “El hechizo de Caissa” hubiera sido muy diferente -y estoy seguro de que bastante peor- sin mis periódicas visitas a la biblioteca. Cierto es, quienes lean la novela lo descubrirán, que los datos históricos son casi anecdóticos en la trama, pero su conocimiento era imprescindible, y apenas he referenciado un par de episodios del extensísimo y fabuloso anecdotario de la historia del ajedrez. Pero ya se sabe: el vértice de la pirámide lo sustentan toneladas de granito.

El segundo motivo es de carácter sentimental: salvo el elevado reducto de mi buhardilla, no he encontrado un lugar con mayor paz y donde se respire tanta “quietud literaria” como mi querida biblioteca. Y me cuesta reconocerlo pero creo que los pasajes más bellos y logrados de “El hechizo de Caissa” los escribí allí. No sabría explicarlo. El silencio, la enormidad bibliográfica escoltándome, el olor a vetustas encuadernaciones,... Mi cuñado dice que soy un romántico en este asunto. No sé. Pero es cierto. La biblioteca “me pone”. En la novela hay una pequeña presencia de las bibliotecas, como modesto homenaje. Auténticos templos del saber.

Y la tercera razón es decisiva. Un día, cuando retornaba a la salida tras el infructuoso esfuerzo por encontrar un libro de ajedrez que aún no hubiera leído en la sección de préstamo, me encontré accidentalmente en la sección de “novela por autor”. Letras M-P. Supongo que había inhalado demasiado efluvio a tinta y estaba algo aturullado. Me entretuve observando los lomos de los volúmenes. Anteriormente ya narré la epifanía que me llevó hasta el mundillo ajedrecístico. Allí experimenté una segunda revelación bibliográfica. “El primer hombre de Roma” de Collen Mc Cullough. Un tocho de casi mil páginas de novela histórica que, lejos de repelerme, me atrajo. Estuve quince minutos allí, de pie entre las estanterías, sin percatarme que la ojeada de prueba se había convertido en la lectura de las primeras páginas. Y ya no salí de la sección de préstamo con las manos vacías.

Y ya me salvé del autismo ajedrecístico. Y ya diversifiqué mis lecturas. Y ya sembré el germen de una afición lectora, de un género vicioso – la novela histórica-, que me hacía gozar con una intensidad insospechada (aunque de diferente forma que el ajedrez). Y sin saberlo, aquél fue el primer paso hacia la escritura del hechizo. Porque no hay escritor que no sea previamente lector. Lector, lector, lector. ¿Algún día podré trasmitir a mis alumnos el placer por la lectura?

Aquel episodio me encaminaría, años más tarde y por motivos que más adelante narraré, hasta el Creyente, quien luego se convertiría en mi amigo y guía. Y en el padre putativo del hechizo.

martes, 2 de febrero de 2010

COQUETEANDO CON CAISSA. EL PRIMER BESO.

NOTA PREVIA: Muchas gracias Luis, por tu comentario, por llevarme de la mano hasta la puerta de ese Paraíso, y sobre todo, por tu amistad. Sin ti "El Hechizo de Caissa" nunca hubiera existido.

“La decisión del primer beso es la más crucial en cualquier historia de amor, porque contiene dentro de sí la rendición.” Emil Ludwig.

Competí en el torneo individual y pronto descubrí que la competición lleva parejas muchas sensaciones y condicionantes que nada tienen que ver con la técnica o el puro goce lúdico. Me acompañaban en mis partidas mi prima la responsabilidad, y otro pariente lejano, el miedo a la derrota. Lejos de reconfortarme, me atenazaban. Pasaron muchos años antes de que me acostumbrase a su presencia, y muchos más antes de que los despidiera con cajas destempladas. A veces los veo observarme desde lejos, pero saben que no quiero que se acerquen a mi tablero.

Resulta curioso que de aquellos primeros años de torneos sólo recuerdo vivamente una cosa: mi primera combinación de sacrificio. Desde entonces he realizado alguna otra, bastante más meritoria e imaginativa, pero claro, aquella fue la primera, y ni siquiera fue muy original. Fue un esquema que los ajedrecistas llaman de “molino”, sacrificando la dama para entrar en la séptima fila del tablero con una torre apoyada por un alejado artillero, digo alfil, que iba barriendo todas las piezas del rival alternando jaques descubiertos y capturas a cada jugada. Estéticamente muy bonito, pero carente de todo mérito creativo, como cualquier ajedrecista medio sabe. Cuando se conoce a Caissa, no basta con hacer las cosas bien o bonitas, sino además hay que ser original, o eres un simple mono repetidor. Pero claro, el arte de la creación ajedrecística es eso: un arte. Y entonces (¡y ahora!) estaba a años luz de eso.

Obviamente aquella vez esto no lo sabía. Sólo recuerdo una sensación extraña, un goce indescriptible que brotaba de mi interior y un paroxismo que me impulsaba a gritar (a punto estuve de hacerlo en aquella sala atestada de silenciosos pensadores) sin vergüenza. Salí de aquél local tambaleándome de placer, orgulloso, ufano. Sin darme cuenta de que aquello fue el principio de mi derrota. Todas las amarras que me alejaban del mundo real se rompieron y caí indefectiblemente en el abismo de Caissa.

Mi primera borrachera. Mi primer beso. Mi primer gol. Mi primer orgasmo. Mi primer sacrificio de dama. ¿Mi primer libro? Sin considerar condicionantes externos, trascendencias adultas, y la relatividad del momento, ¿con cuál me quedo? ¿Con cuál se quedaría Marcos?

¿Que quién es Marcos? Tendrás que leer “El hechizo de Caissa” para averiguarlo.

lunes, 1 de febrero de 2010

¡A LA ARENA DEL CIRCO!

“ Sin dolor no se forma el carácter; sin placer, el espíritu” Ernest von Feuchstersleben .
Tras el juego infantil, el ajedrez cafetero, la literatura ajedrecística y el club, llegó el siguiente peldaño en la escalera de la lógica progresión ajedrecística: la competición.

Soy de los que piensa que todos nacemos juguetones (homo ludens, hombre jugador) pero sólo algunos nacen "realmente" competidores. El agon como elemento propio de la especie humana tiene sus límites. Y el límite más evidente es el que marca el estricto reglamento que planea sobre las salas de torneos. Jugar ajedrez es una cosa -una delicia-, y competir en un torneo es algo muy diferente.

Aunque yo promociono el componente lúdico el ajedrez sobre todos los demás, reconozco que no se es un ajedrecista completo si no se ha competido. No se calcula igual, no se siente la espada de Damocles en forma de mirada inquisitiva de espectadores o tictac del reloj, no arriesgas ni sacrificas tus piezas igual, no respiras igual, no imaginas igual. Porque no es lo mismo. Y para poderme meter en la piel de los personajes de “El hechizo de Caissa” yo tenía que saborear las mieles (al principio muy amargas, luego más dulces, ¿o es al revés?) del ajedrez competitivo.

El torbellino de acontecimientos y experiencias ajedrecísticas que me poseía (una doble vida, para qué negarlo) no podía prescindir de esta escala obligatoria. Al principio fueron sólo unos torneos de partidas rápidas a 25 minutos, individuales y en sistema suizo -jugando casi siempre con rivales de nivel parejo-, pero aun así, pronto descubrí cambios significativos en mi fisiología interna: los nervios me invadían como hidras, la vejiga urinaria se independizaba sin previo aviso y hacía vida propia, la memoria galopaba alocadamente y la conciencia se iba de vacaciones, y descubrí un órgano fantástico (en el sentido literal de la palabra) que me producía cosquillas en las victorias y me flagelaba con dureza en las derrotas. Me recordó esa histórica búsqueda histiológica del alma. No sé dónde está localizado ese órgano en nuestra anatomía, pero sé que está ahí. Produce abatimiento e hiperexcitación por igual. Y os aseguro que es un dolor físico diferente al que nunca sentí. ¡Duele!

Muchos deportistas me dirán que eso es propio de la competición, per se. Yo les digo que he practicado muchos deportes, de todo tipo, colectivos, individuales, de contacto, de riesgo, a cierto nivel competitivo, y nada es comparable a un torneo ajedrecístico. Ese misterioso órgano existe, os lo juro. Yo lo tengo ahí dentro, y los personajes de “El hechizo de Caissa” también. Tú, que me lees, ¿crees que existe? Esperaré ansioso vuestros comentarios.