“La unión en el rebaño obliga al león a acostarse con hambre” Proverbio africano.
Cerrando los ojos podía jugar los primeros diez movimientos de cada partida.
Invariablemente Cicerone Koga jugaba los mismos esquemas de apertura, las mismas variantes. Vaya monotonía, pensé. Pero no tardé en darme cuenta de que también yo jugaba los mismos movimientos iniciales. Llegábamos a posiciones del medio juego casi siempre de la misma forma, y un día comprendí que yo no jugaba los movimientos adecuados, los correctos -ni siquiera hacía el esfuerzo de calcularlos-, sino los que sabía que serían respondidos de igual manera, los que sabía que molestaban más a mi Cicerone. Jugaba un ajedrez PARA él. Podía prever sus movimientos, porque siempre jugábamos lo mismo. Y yo también.
No quiero ser pesado con el drama del ajedrecista, pero se trata de esto: es un juego dual donde necesitas un adversario. Y cuando ya te conoces al dedillo al rival, has de buscar otro, y otro, y otro, so pena de morirte de aburrimiento y hastío a fuerza de repetir siempre las mismas jugadas. Y no es una crítica hacia mi mentor y amigo, porque yo también hacía lo mismo. Ambos necesitábamos un elemento indispensable en los enfrentamientos duales: la variedad. Pero él fue más listo, y la encontró antes.
Se conoce que por aquel entonces Cicerone Koga entabló relaciones con un club de ajedrez local, llamados “Los Xuferos”. Jugaba de vez en cuando en aquel club y, curiosamente, cuando lo hacía conmigo comencé a detectar cambios inimaginables pocas semanas atrás. Ya no respondía con los mismos movimientos a mis aperturas. De vez en cuando cambiaba sus planteos, enrocaba largo o no lo hacía, atacaba desesperadamente o defendía con solidez inusitada. Había cambiado su estilo. Se había vuelto versátil y camaleónico. Era un jugador más completo. Había fagocitado aprendizajes del exterior. Había sido infiel a nuestro monótono toma y daca. ¡Me estaba poniendo los cuernos! y yo podía oler el perfume de sus amantes en sus jugadas.
Y aquella relación (ajedrecística) de pareja tan íntima y exclusiva amplío sus horizontes cuando mi Cicerone me arrastró hasta el club “Los xuferos” y pude disfrutar de una auténtica orgía. Una necesaria promiscuidad lúdica. Una docena de jugadores nutrieron mi formación a base de cambiar continuamente sus planteos, sus repertorios de aperturas, sus estilos de juego. El serio y correcto "centralizador", el finalista fino, el sacrificador compulsivo, el teórico irredento, el ... Los había combinadores y sólidos, timoratos y desvergonzados, ataques de flanco y de risa, defensas numantinas y desesperadas, sabios y aprendices, gambiteros y rocas, amigos y..., amigos.
Bienvenido al club, dijeron. Bienvenido a la variedad, pensé. Cicerone y yo habíamos roto nuestro estricto encorsetado bipolar y ahora tocaba socializar nuestras piezas. Y todo lo que aprendí con Koga ahora podría multiplicarse exponencialmente. Aquel club era una autopista en la que podría acelerar mi progresión en el conocimiento de Caissa. Y cada diez kilómetros podía encontrar una salida, otros clubes, o una estación de servicio, los torneos oficiales, donde repostar mi depósito de ansia de conocimiento.
Curiosa paradoja. Para aprender el juego más dual que existe, es necesaria la multiplicidad de adversarios. Para focalizar, hay que abrir la mente a la variedad. Para encontrar el árbol de la sabiduría, hay que adentrarse en el bosque. En el edén.
Para que el personaje principal de la novela "El hechizo de Caissa" encuentre a su diosa, tendrá que integrarse en un club.