miércoles, 17 de marzo de 2010

NO ME CHILLES QUE NO TE VEO 2

“Nuestros sentidos nos engañan o son insuficientes, cuando se trata de análisis, observación y apreciación.” Pierre Bonnard.

Así que, absolutamente rendido a la maestría de J Mor***, decidí que uno de los personajes del Hechizo sería ciego. Y jugaría al ajedrez ciego. ¿Cómo es eso? ¿Cómo se calcula? ¿Cómo se puede ver sin ver? ¿Cómo percibir las variantes sin perderse, sin puntos “ciegos”, sin despistes? ¿Cómo de difícil es eso? Mucho, os lo aseguro. No tanto como un absoluto ignorante del juego pueda pensar (no hay magia, pero sí un esfuerzo mental intensísimo), pero sí lo suficiente como para acabar cada sesión de entrenamiento con dolor de cabeza. Porque eso hice: entrenar el ajedrez ciego.

Básicamente eran dos los ejercicios que utilizaba. El primero individual: memorizaba una partida – o unos veinte o treinta movimientos- en notación algebraica e intentaba, a los pocos minutos, reproducir la posición resultante en el tablero. El otro era, simplemente, jugar a la ciega con otro rival que sí miraba el tablero. Éste era mucho más complicado porque pocos deseaban hacerlo, y además no me servían ni rivales demasiado fuertes, ni demasiado flojos, estos últimos no porque fuera una tarea muy simple, sino porque normalmente no sabían el sistema de notación algebraico y esto era imprescindible para poder jugar a la ciega. Después de varios fracasos rotundos, descubrí que era mucho más asequible el ejercicio si yo iba anotando en un papel la notación de la partida. Era una pequeña trampa, lo sabía, pero no hay que olvidar que yo soy un simple aficionado y mis habilidades son muy reducidas. Estaba documentándome para la novela, no preparándome para el Torneo Melody Amber (un fabuloso torneo de Grandes Maestros que juegan a la ciega).

Tengo que reconocer que fue un entrenamiento estéril y un fiasco total, porque no sé jugar a la ciega. Apenas puedo prolongar mis cálculos dos o tres jugadas más allá de lo que la teoría de aperturas me permite. O sea, poco más veinte movimientos. A partir de ahí, me perdía y acababa dejándome una pieza o no viendo una columna o diagonal abierta, o simplemente jaqueando a un rey que no estaba en esa casilla sino en otra. El entrenamiento de ajedrez a la ciega es tremendamente exigente y, si bien reporta una nada despreciable capacidad de abstracción y cálculo táctico, sólo está al alcance de unos pocos privilegiados. Pero yo lo intenté y fracasé. No importa. Necesitaba saber cómo era eso de jugar a la ciega, cómo mi personaje podía jugar, qué dificultades encontraba, hasta dónde era capaz de ver, hasta dónde era capaz de entrenar sin ojos, hasta dónde podía un principiante exigirse... Era necesario. Mis personajes, uno en concreto, me lo exigían.

No podría calcular cuánto de aquel exigente entrenamiento se tradujo en una mejora cuantitativa o cualitativa de mi capacidad de cálculo. Probablemente muy poco. Pero esa era la hipótesis que hice mía y de mi novela: que el entrenamiento a la ciega reporta una mejora considerable de la habilidad táctica. Si esto es así o no (yo lo creo sinceramente) no importa. Es verosímil. Y la verdad no es un requisito obligatorio en una novela. La verosimilitud sí.

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