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viernes, 22 de enero de 2010

TRAICIÓN

“Peor que la traición es la soledad” Ingmar Bergman.

¿Qué difícil, incluso ahora en nuestra madurez, es reconocer el momento? Porque todo en la vida tiene su medida, y todo tiene su momento. Pero para mí, en aquel entonces, todos los momentos eran buenos para jugar al ajedrez, para estudiar mi libro y para reproducir mil y una veces las partidas que aquel libro contenían. Tanto es así que llegué a ponerme pesado con el tema (¡qué plasta de niño!) y hasta en los recreos despreciaba sistemáticamente las invitaciones de mis compañeros para formar parte del equipo, no jugaba a “levanto la malla”, ni a “polis y cacos”, ni al “churro va”, porque estaba demasiado ocupado en perseguir posibles adversarios a los que torturar con mis limitadas argucias ajedrecísticas o, en su defecto, releer las peripecias de mi héroe Mijail Tahl contra el malvado malo malísimo Botvinik.
No era raro verme inclinado sobre el tablero mientras mis compañeros desafiaban a Newton en arriesgadísimas acrobacias entre los retorcidos hierros de los columpios (¡vaya diferencia con los que hay ahora en los parques!) o corrían tras el esférico antes de merendar el bocadillo de Nocilla o visionar en el UHF a Vicky el Vikingo. Pero yo continuaba navegando por mi autismo ajedrecístico, hasta que ocurrió el incidente.

Imaginad la escena. Yo trasteando con mi tablero magnético reproduciendo la undécima partida del match de 1961. Una pandilla de chavales, compañeros de clase todos ellos, buscando un portero con el que completar un equipo para patear el balón. Una propuesta amistosa respondida con una displicente contestación. Una pregunta capciosa: “¿Juegas con el hombre invisible?” Un silencio inapropiado del interpelado. Un comentario germinal: “Eres un rarito. Anda así te pudras con el estúpido jueguecito”. Un coro de vituperios altisonantes que se prolonga segundos, minutos, días, semanas. Una etiqueta que me persigue durante todo un trimestre escolar: “no quiero sentarme junto al “rarito”. Un sentimiento de vergüenza insoportable. Una decisión acomodada. Una renuncia. Una traición.

Preferí el calor de la manada, y Mijail Tahl y mi tablero magnético fueron a parar a una estantería del olvido. Por muchos años. Y decidí ser normal. Ser uno más.

Sin darme cuenta de que me había convertido en uno menos.

jueves, 21 de enero de 2010

DUALIDAD

“Cuando se lee un libro según qué estado de ánimo, sólo se encuentra en el libro interpretaciones de ese estado” Georges Duhamel.

Pero claro, llega un momento en que la imaginación de un mozalbete de siete años no alcanza a compensar sus expectativas, y por más que miraba aquel tablero magnético y trasteaba con sus diminutos trebejos, me faltaba un alter ego a quien doblegar. Mis hermanos me esquivaban porque cada vez que me veían acercarme con el tablero en la mano ya sabían que iba a proponerles partida, y ya sabían quién ganaría.
Supongo que fue un alivio para todos ellos que alguien (perdonad, pero no recuerdo quién) tuviese la genial ocurrencia de complementar el tablero con un regalo muy apropiado: mi primer libro de ajedrez. Se trataba de “Ajedrez magistral” de Mijail Tahl, un recopilatorio de las partidas del Campeonato del Mundo de 1960. Aquello tuvo dos consecuencias inmediatas. En primer lugar, supuso un gran alivio para mis allegados que me vieron desaparecer una temporada mientras imbuía el arte de aquel Campeón Mundial. Y, en lo personal, para mí supuso todo un golpe tremendo: el juego se había convertido en una disciplina de estudio. ¿Un juego que se estudia? Supongo que en otra situación hubiera aparcado el libro en alguna “estantería del olvido” (como actualmente hago con demasiada frecuencia) y hubiera retornado al tablero, pero en ese momento yo tenía hambre: hambre de ajedrez. Y aquella monótona monografía (redundancia voluntaria) supuso el complemento perfecto para mi magnético compañero y mi insaciable curiosidad.
Rápidamente aprendí el sistema de notación descriptivo (para el algebraico todavía tardaría unos años) y, aunque no entendía la mayoría de los análisis y las variantes que allí se mostraban de las partidas, descubrí la esencia lúdica del juego: la dualidad. Para mí Mijail Tahl personificó el juego apasionado y la creatividad del héroe, mientras que Botvinik, su adversario, era el malvado (¡el lado oscuro!) incapaz de vencer con su juego previsible y lógico a la desbordante imaginación de mi nuevo ídolo. Esta dualidad maniqueista, imaginación versus lógica, tan injusta como falsa, constituye una de las bases argumentales de “El hechizo de Caissa”. Como veis, arraiga de un germen literario de mi infancia. Ahora reflexiono sobre cuantas de nuestras habilidades, cualidades, aficiones e intereses las debemos a nuestras lecturas infantiles. Somos lo que leímos, qué duda cabe.