domingo, 31 de enero de 2010

EL CLUB. LA UNIÓN HACE LA FUERZA.

“La unión en el rebaño obliga al león a acostarse con hambre” Proverbio africano.

Cerrando los ojos podía jugar los primeros diez movimientos de cada partida.

Invariablemente Cicerone Koga jugaba los mismos esquemas de apertura, las mismas variantes. Vaya monotonía, pensé. Pero no tardé en darme cuenta de que también yo jugaba los mismos movimientos iniciales. Llegábamos a posiciones del medio juego casi siempre de la misma forma, y un día comprendí que yo no jugaba los movimientos adecuados, los correctos -ni siquiera hacía el esfuerzo de calcularlos-,  sino los que sabía que serían respondidos de igual manera, los que sabía que molestaban más a mi Cicerone. Jugaba un ajedrez PARA él. Podía prever sus movimientos, porque siempre jugábamos lo mismo. Y yo también.

No quiero ser pesado con el drama del ajedrecista, pero se trata de esto: es un juego dual donde necesitas un adversario. Y cuando ya te conoces al dedillo al rival, has de buscar otro, y otro, y otro, so pena de morirte de aburrimiento y hastío a fuerza de repetir siempre las mismas jugadas. Y no es una crítica hacia mi mentor y amigo, porque yo también hacía lo mismo. Ambos necesitábamos un elemento indispensable en los enfrentamientos duales: la variedad. Pero él fue más listo, y la encontró antes.

Se conoce que por aquel entonces Cicerone Koga entabló relaciones con un club de ajedrez local, llamados “Los Xuferos”. Jugaba de vez en cuando en aquel club y, curiosamente, cuando lo hacía conmigo comencé a detectar cambios inimaginables pocas semanas atrás. Ya no respondía con los mismos movimientos a mis aperturas. De vez en cuando cambiaba sus planteos, enrocaba largo o no lo hacía, atacaba desesperadamente o defendía con solidez inusitada. Había cambiado su estilo. Se había vuelto versátil y camaleónico. Era un jugador más completo. Había fagocitado aprendizajes del exterior. Había sido infiel a nuestro monótono toma y daca. ¡Me estaba poniendo los cuernos! y yo podía oler el perfume de sus amantes en sus jugadas.

Y aquella relación (ajedrecística) de pareja tan íntima y exclusiva amplío sus horizontes cuando mi Cicerone me arrastró hasta el club “Los xuferos” y pude disfrutar de una auténtica orgía. Una necesaria promiscuidad lúdica. Una docena de jugadores nutrieron mi formación a base de cambiar continuamente sus planteos, sus repertorios de aperturas, sus estilos de juego. El serio y correcto "centralizador", el finalista fino, el sacrificador compulsivo, el teórico irredento, el ... Los había combinadores y sólidos, timoratos y desvergonzados, ataques de flanco y de risa, defensas numantinas y desesperadas, sabios y aprendices, gambiteros y rocas, amigos y..., amigos.

Bienvenido al club, dijeron. Bienvenido a la variedad, pensé. Cicerone y yo habíamos roto nuestro estricto encorsetado bipolar y ahora tocaba socializar nuestras piezas. Y todo lo que aprendí con Koga ahora podría multiplicarse exponencialmente. Aquel club era una autopista en la que podría acelerar mi progresión en el conocimiento de Caissa. Y cada diez kilómetros podía encontrar una salida, otros clubes, o una estación de servicio, los torneos oficiales, donde repostar mi depósito de ansia de conocimiento.

Curiosa paradoja. Para aprender el juego más dual que existe, es necesaria la multiplicidad de adversarios. Para focalizar, hay que abrir la mente a la variedad. Para encontrar el árbol de la sabiduría, hay que adentrarse en el bosque. En el edén.

Para que el personaje principal de la novela "El hechizo de Caissa" encuentre a su diosa, tendrá que integrarse en un club.

viernes, 29 de enero de 2010

EL MATCH RELOJ

Para Andrés: No tengo la más mínima duda de que te lo leerás de principio a fin. Pero debes ser un lector muy exigente.

“Consulta el ojo de tu enemigo, porque es el primero en ver tus defectos”
Antistenes.

Pero no había munición que pudiera compararse con el placer del juego. Es por ello por lo que tanto estudian los ajedrecistas, por el placer lúdico que da el enfrentamiento directo con un adversario de idénticas aspiraciones. El agon. La lucha frente al tablero.

Muchos ajedrecistas disfrutan del ajedrez de torneo, de las jornadas maratonianas jugando contra ocho o nueve rivales diferentes, y las elucubraciones derivadas de los sistemas de desempate o del ambiente de decenas de mesas de juego desperdigadas en amplias salas, de árbitros paseantes y mirones escrutadores, de anécdotas, de variedad y de tablas clasificatorias complacientes con sus expectativas.

Pero como mis lectores ya saben a estas alturas del relato, yo llegué a Caissa de la mano de un libro, aquel enfrentamiento en match dual entre Botvinik y Mijail Tahl (acabo de dejar el teclado, levantarme de mi asiento y hacer una respetuosa reverencia al pronunciar calladamente su nombre). Por ello mi modalidad preferida es el match individual en el que te enfrentas varias veces a un mismo rival, alternando piezas blancas y negras a cada partida. Es un ajedrez donde cabe la preparación de aperturas, la sorpresa en los planteos, la dualidad de estilos y el análisis preparatorio. Una modalidad donde la cara de tu rival te dice si tus primeros movimientos le han sorprendido o has caído en su trampa, donde tu preeminencia estilística va más allá del deseo puro de la victoria. Es mi modalidad preferida porque ilustra perfectamente el simbolismo dual y maniqueista del juego, donde no hay terceros ni resultados colaterales que influyan, donde haces de tu rival un amigo a fuer de verle la cara día a día.
Y yo soñaba con poder jugar un match al estilo del que había leído en ese “Ajedrez Magistral” de Tahl (nueva genuflexión).

Mi gran amigo, Cicerone Koga me lo brindó. Y de qué forma. Su estilo de juego y su repertorio de aperturas era muy similar a la solidez del campeonísimo Botvinik (el malo malísimo de mi acelerada imaginación). Y mi ídolo era Mijail Tahl (¿alguno lo duda a estas alturas?). Era perfecto. Y era falso, porque el estilo de juego que pretendemos imitar nunca suele corresponderse con nuestra verdadera capacidad, salvando obviamente todas las distancias. Pero eso yo no lo sabía entonces. Sólo sabía que podía soñar despierto en un tablero. Fantasía hecha realidad.

Como no disponíamos de reloj de ajedrez, decidimos que ese sería el premio. Lo pagamos a medias y el vencedor del match se lo quedaría. Lo bautizamos, lógicamente, “El match reloj”. Jugaríamos diez partidas, domingos por la tarde, cada vez en casa de uno de los dos. Y no recuerdo si teníamos algo previsto en caso de empate, pero no hizo falta. Jugamos un ajedrez de principiantes con ropajes de profesionalidad, tablero de madera, copa de licor, silencio, amistad compartida, agon rezumando entre nuestras sonrisas y empatía blanquinegra tiznada de camaradería eterna. He jugado miles de partidas desde entonces y me cuesta trabajo recordar huellas tan imperecedera como las que marcaron todas esas sensaciones añadidas. Jugamos un ajedrez burdo, plagado de errores por ambas partes, lo sabemos ahora después de analizar las partidas anotadas, pero aquel match marcó el inicio de mi “historial de recuerdos ajedrecísticos”.

¿Cómo dices? ¿que quién ganó el "match reloj"? Creo haber narrado lo realmente importante. Quédate con eso y con que el match es un elemento esencial en la trama de "El hechizo de Caissa".

jueves, 28 de enero de 2010

8 x 8

NOTA PREVIA: Si bien la idea es narrar los acontecimientos que me llevaron a escribir "El hechizo de Caissa", creo que el blog es y debe ser una herramienta de opinión dinámica. Por ello, cuando algún comentario aporte algo a la historia, haré una breve referencia a él antes de continuar con el relato. Dicho esto, muchísimas gracias, Nacho, por tu aportación e información, incluida la referencia. Cuando vuelva a Barcelona, pasaré por el Oro Negro y rememoraré mi experiencia allí. Igualmente a todos los lectores de este blog os animo a visitarlo, y cunda el ejemplo ¡os invito a participar de forma constructiva con vuestros comentarios, como ha hecho Nacho!

“El conocimiento teórico es un tesoro cuyo llave es su práctica”
Thomas Fuller.

Me dijo en una ocasión un amigo que una partida de ajedrez era un combate de artillería donde quien más munición poseyera mayores posibilidades de éxito tendría. “¿Munición?”, pregunté yo. “Sí, conocimiento teórico”. “Y entonces, ¿qué es la práctica?”, insistía yo. “La práctica es la puntería del artillero.”

Una de las características de un auténtico iniciado es su asunción de la necesidad de estudio teórico. Y es una dura lección que hay que aprender rápido (aunque nos repugne), so pena de recibir burdos mates, de perder calidades, caer en celadas y perder la paciencia ante la sabiduría de los rivales. ¡Si no puedes vencerlos...! Actualmente es impensable un talento improvisador capaz de doblegar a una buena preparación teórica. Por mucha puntería que tengas, antes o después te quedas sin munición. Así que los esclavos de Caissa sabemos que antes de destriparnos los sesos en ecuaciones de segundo grado tenemos que saber las tablas de multiplicar. Especialmente la tabla del ocho, claro.

Pero los libros de teoría son monótonos, tediosos y pesados. Y pesados. ¿He repetido pesados? Sí, Pero esta vez me refería a la magnitud física. Por eso, cada mes acudía emocionado al kiosco en busca de una fabulosa revista llamada, precisamente, “8x8. Teoría y Práctica”. Después de los Grau, esta publicación tan añorada fue mi auténtico maestro. Me encantaban las secciones de problemas, de táctica y de pasatiempos. Sus contenidos eran prácticos, divertidos y poco pesados (en ambos sentidos). Pero lo mejor de todo es que el formato de la revista era muy manejable. Del tamaño de un libro, del peso de una cuadernillo, de la flexibilidad de una pequeña cartulina y de la portabilidad de una agenda. Se podía doblar y enrollar y cabía en cualquier escondrijo de mochila, bolsillo o ropaje. Con el 8 x 8 podías ir al fin del mundo sin que te resultara pesado. En el autobús, en el tren (incluso cuando tocaba hacer equilibrios en el descansillo), a veces en el salpicadero del coche esperando la luz verde del semáforo, disimulado entre las páginas de un libro de texto, e incluso en una ocasión ascendí un puerto de montaña en bicicleta mientras solucionaba los problemas de nivel 3. “Blancas juegan y ganan” “Tema: desviación de la defensa” Y el gustazo de resolverlo sin mirar la solución forjó mi capacidad de cálculo y engordó mi ego unas cuantas toneladas. A veces era mucho más nutritivo que incluso la victoria en una partida.

Posteriormente hubo otras publicaciones de similares características, Jaque Práctica, por ejemplo, también excelente, pero a mí siempre me quedará ese regusto dulzón de cuando se aprende en los inicios del camino, con mi 8 x 8 siempre en la mochila, bolsillo o incluso en el refajo. ¡Era tan práctico!

miércoles, 27 de enero de 2010

PARAÍSO

“El recuerdo es el único Paraíso del cual no podemos ser expulsados”
Jean Paul.
Mis ocupaciones laborales me llevaron a la Ciudad Condal. Asistía a un curso de formación por la mañanas y disfrutaba de mis vicios (ya lo eran) y lecturas (vocablo redundante, pues también son viciosas) por las tardes. No recuerdo dónde ni por qué, pero la segunda tarde de aquella semana inolvidable, cansado de escuchar aburridas ponencias, salí a pasear. Soplaba un viento molesto que arrastró mis huesos hasta un bar esquinero que hoy no sabría localizar, si es que aún existe.

Nada más entrar percibí un extraño olor a porfía ajedrecística. Los que no son esclavos de Caissa no saben qué es eso. Pero los ajedrecistas poseemos un sexto sentido que nos hace presentir la existencia de un tablero, y podemos percibir telepáticamente los cálculos de variantes y el pensamiento ajedrecístico en el aire. Eso, o simplemente aluciné cuando vi decenas de tableros dispuesto en marmóleas mesas cuadradas y toda una feligresía de fumadores de habanos y cafeteros habituales combatiendo bajo las vestiduras de la diosa.

No quiero hacer una descripción detallada del local, aunque sí indicaré que en él me inspiré para la localización de uno de los escenarios principales de la novela “El hechizo de Caissa”. Sólo os diré que pasé una tarde maravillosa, que aposté el café y lo perdí, la copa de licor y la gané, el habano de mi rival y lo volví a perder, y que de tanto apostar cafés, no pude pegar ojo en toda la noche. ¿Resistencia cafeínica o hiperexcitación caissística?

Años más tarde volví a Barcelona con mi familia para visitar La Sagrada Familia. Busqué “El oro Negro”, nombre que recuerdo de aquel Paraíso. No lo encontré. Y lloré. Y mentí a mis hijos diciéndoles que mis lágrimas se debían a la impresión que me causó ver tan insigne monumento. Pero la emoción que nos causan los lugares no las provocan sus piedras, sino las vivencias que en ellas experimentamos.

Si algún lector de este blog conoce el lugar, le ruego me envíe la dirección a mi email, o lo ponga en un comentario a este post.

Como en aquel local servían deliciosos bocadillos de calamares y cerveza bien fría para el almuerzo matinal, sólo me queda añadir que no obtuve el certificado del curso de formación. En ese curso, la asistencia era obligatoria.

martes, 26 de enero de 2010

LIBROS, LIBROS, LIBROS

“Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo,¿para qué leerlo?...Un libro tiene que ser el hacha que rompa nuestra mar congelada”.
Franz Kafka.

Leí “La Tabla de Flandes” en menos de dos días...,la primera vez. Y cuando llevaba tres relecturas, dije basta.

Desempolvé mis recuerdos y mi viejo tablero magnético. Lo necesitaba para seguir la apasionante partida retrospectiva que allí se narra, y para armarme con toda la sabiduría del “Tratado” de Grau. Pero pronto comprendí la necesidad de agenciarme un tablero de dimensiones algo mayores. Mi primer tablero “grande” fue un stándar con piezas de plástico. Aún tardaría algunos años en ser capaz de apreciar los Staunton de madera que tan agradables sensaciones táctiles me reportan. Tocar madera y saber apreciarla, es un privilegio de los mejores. No es retórica gratuita. En los torneos de empaque suelen colocarse los juegos de madera en los primeros tableros, allí donde juegan los mejores ajedrecistas, mientras que los demás suelen ser de plástico, mucho más numerosos y baratos. Si quieres gozar de la madera, has de ganar ¡Cómo deseamos tocar madera!

Pero no quiero desvariar. Leí encantado el “Tratado” y “la Tabla”. Y lamenté que la feria del libro ya no alegrara nuestra Gran Vía, porque adquirí a precio normal “La defensa” de Navokoff, “Un combate” de Suskind, “La torre herida por el rayo” de Arrabal y “Novela de ajedrez” de Zweig. Y desde entonces tengo la macabra duda de si preferiría que me sacasen los ojos y no poder leer, o que me cortaran las manos y no poder jugar al ajedrez. Estúpida pregunta retórica, porque ambas cosas pueden hacerse sin ojos y sin manos, como más adelante explicaré. Pero lo cierto es que, unidos de la mano, el reino de Caissa y la literatura me sedujeron, y desde entonces no he podido (¡ni querido!) pasar una sola semana sin algún nutrimento literario o escaquístico. Miento, tengo el récord en ocho días. Pero fue un infierno que mi terapeuta me recomienda no rememorar. Disculpadme.

Cuando me preguntan cómo me metí en el mundillo ajedrecístico nadie cree que fue por la literatura. Y cuando me preguntan por qué comencé a escribir, nadie cree que es culpa del ajedrez. Pero es cierto. Ambas cosas.

La única diferencia es que legiones de lectores son capaces de disfrutar y/o valorar la calidad de una obra literaria, pero pocos comprenden que el ajedrez trasciende los límites del frívolo pasatiempo para adentrarse en el mundo artístico.

En este blog difícilmente podré convencer al lector de ello. Pero lo intentaré con todas mis fuerzas en la novela “El hechizo de Caissa”.

lunes, 25 de enero de 2010

REENCUENTRO. LA FERIA DEL LIBRO.

“Ante ciertos libros uno se pregunta: ¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta: ¿qué leerán? Y al fin, libros y personas se encuentran.”
Andre Gide.

En la primavera del año 95 una avería en su vehículo obligó a nuestro personaje anónimo a transitar las calles de Valencia. Tropezó con las casetas de la Feria del Libro. Tenía prisa y marchaba apresuradamente entre el gentío, esquivando peinetas de falleras, ramos de ofrenda y compulsivos lectores cuya curiosidad obstaculizaba el angosto paso. El carrito de un bebé le sale al encuentro y debe detener su marcha. Mira a derecha e izquierda buscando un atajo, murmurando “disculpe, me permite, gracias”, pero el bloqueo es insalvable, de momento. Se detiene junto a una parada concurrida. Logra hacerse un hueco que lo aproxima al stand bibliográfico. Y entonces, cuando menos lo esperaba, Caissa le guiñó un ojo.

La portada del libro revela su inequívoco contenido. Dos caballos de madera enfrentados sobre un tablero. Es el tomo II del “Tratado General de Ajedrez” de Roberto Grau. Nuestro personaje no sabe explicar el motivo. Sólo recuerda un impulso irresistible de alargar la mano hacia el libro, de olfatear el aroma a tinta, de ojear su contenido. Lee, al azar, un fragmento del encabezamiento del primer capítulo: “La creencia de que el ajedrez es un juego complicado, no ha logrado ser desalojada de la mente de los profanos....En realidad, el ajedrez no es ni más ni menos complicado que la mayoría de las especulaciones mentales que hacen las delicias del hombre desde siglos atrás”.
Nuestro personaje pregunta por el precio. Ciento noventa y cinco pesetas. Una ganga. ¿Los volúmenes tres y cuatro? Al mismo precio. Tres gangas. Nuestro personaje duda unos instantes y satisface el pago de toda la colección. Falta el volumen uno. Posteriormente lo adquiriría en una librería especializada por su precio de venta al público habitual, 1600 pesetas.

Aún hoy no estoy del todo seguro de que realmente Caissa (prima hermana de Fortuna) no fuera esa hechicera disfrazada de fallera que le observaba desde la lejanía, quizás meneando graciosamente su naricilla, quizás agitando disimuladamente su varita mágica, quizás pronunciando secretos sortilegios con los que subyugar a su víctima. Pero nuestro personaje ya no tiene prisa. Tropieza con el carrito del bebé, con un ninot indultado y con su pasado perdido, mientras ojea con avaricia su tesoro encuadernado.

Y al día siguiente volvió a la Feria del Libro (cita anual inexcusable, desde entonces), en busca del primer volumen de la colección, que no encontró. Pero bajo el brazo se trajo “La Tabla de Flandes” de Pérez Reverte y una tonelada de ilusiones olvidas.

Julio César narraba en tercera persona su “Guerra de las Galias”. Hoy, yo lo hago porque, sinceramente, a duras penas puedo reconocerme en ese personaje que fui antes de esta epifanía.

domingo, 24 de enero de 2010

LA DAMA TRAS LA LUNA

"Los dioses no han hecho más que dos cosas perfectas: la mujer y la rosa" Solón.

Así que Caissa y yo nos separamos. No sé si a ella le cupo el pesar, lo dudo, pero yo me entretuve con actividades más práxicas (“barrigazos” y “chepazos” deportivos, con o sin esférico) y pronto olvidé. Es lo que tiene la infancia: olvidamos pronto y lamentamos tarde.

Pasaron muchos años hasta que volví a bailar con ella, y en el ínterin, sólo en dos ocasiones vi pasar un simbólico autobús y tras su luna trasera una hermosa dama sonriéndome. Era ella: Caissa.

La primera vez fue durante un caluroso verano que yo pasé en un campamento de montaña. Tras la comida y la siesta debíamos elegir un “taller” de actividades. El de ajedrez era una atractiva opción, pero yo elegí un taller de cabuyería, quizás deseando deshacer el nudo gordiano de mi vida. Apenas aprendí a atarme los zapatos pero, el último día del campamento, tuve el consuelo de poder jugar con el campeón del torneo de ajedrez que habían celebrado en el taller del mismo nombre. Vencí en una preciosa partida con sacrificio de torre que ya he olvidado (¡la partida, pero no el goce!). Y no sé que me dolió más, el saber que había desaprovechado la ocasión de reencontrarme con ella, o el constatar que aquellos cuarenta minutos de juego habían sido mucho más placenteros que todo el taller de cabuyería.

La segunda vez fue cuando conocí a mi Cicerone particular, al que llamaré Cicerone Koga. Un buen amigo que por aquel entonces me prestó una maravillosa novela “La variante Lunenburg”. Me confesó su afición (¿adicción?) por el juego y echamos unas cuantas partidas amistosas, antes de convenir celebrar una partida por correo. El ajedrez postal es una modalidad fascinante. Haces una jugada, se la haces llegar a tu rival por correo, y esperas ansioso su respuesta, torturándote y especulando con las posibles réplicas y contrarréplicas, reproduciendo una y otra vez la posición y analizando las variantes con insistencia machacona. Aquellas inolvidables semanas, un cerebro obsesionado dirigía un cuerpo disperso. Perdí la partida porque en mi afán por analizar sus posibles respuestas y durante los análisis en los que movía aceleradamente todos los trebejos, olvidé colocar una pieza en su posición real, y jugué el resto de la partida inconsciente de que aquel alfil no estaba en h6, sino en f4. Pero fue maravilloso.

Lamentablemente sólo fue eso: dos fugaces apariciones fantasmas de MI dama tras la luna. Volví a mis ocupaciones y obsesiones del momento, y pasaron algunos años antes de nuestro reencuentro definitivo.

viernes, 22 de enero de 2010

TRAICIÓN

“Peor que la traición es la soledad” Ingmar Bergman.

¿Qué difícil, incluso ahora en nuestra madurez, es reconocer el momento? Porque todo en la vida tiene su medida, y todo tiene su momento. Pero para mí, en aquel entonces, todos los momentos eran buenos para jugar al ajedrez, para estudiar mi libro y para reproducir mil y una veces las partidas que aquel libro contenían. Tanto es así que llegué a ponerme pesado con el tema (¡qué plasta de niño!) y hasta en los recreos despreciaba sistemáticamente las invitaciones de mis compañeros para formar parte del equipo, no jugaba a “levanto la malla”, ni a “polis y cacos”, ni al “churro va”, porque estaba demasiado ocupado en perseguir posibles adversarios a los que torturar con mis limitadas argucias ajedrecísticas o, en su defecto, releer las peripecias de mi héroe Mijail Tahl contra el malvado malo malísimo Botvinik.
No era raro verme inclinado sobre el tablero mientras mis compañeros desafiaban a Newton en arriesgadísimas acrobacias entre los retorcidos hierros de los columpios (¡vaya diferencia con los que hay ahora en los parques!) o corrían tras el esférico antes de merendar el bocadillo de Nocilla o visionar en el UHF a Vicky el Vikingo. Pero yo continuaba navegando por mi autismo ajedrecístico, hasta que ocurrió el incidente.

Imaginad la escena. Yo trasteando con mi tablero magnético reproduciendo la undécima partida del match de 1961. Una pandilla de chavales, compañeros de clase todos ellos, buscando un portero con el que completar un equipo para patear el balón. Una propuesta amistosa respondida con una displicente contestación. Una pregunta capciosa: “¿Juegas con el hombre invisible?” Un silencio inapropiado del interpelado. Un comentario germinal: “Eres un rarito. Anda así te pudras con el estúpido jueguecito”. Un coro de vituperios altisonantes que se prolonga segundos, minutos, días, semanas. Una etiqueta que me persigue durante todo un trimestre escolar: “no quiero sentarme junto al “rarito”. Un sentimiento de vergüenza insoportable. Una decisión acomodada. Una renuncia. Una traición.

Preferí el calor de la manada, y Mijail Tahl y mi tablero magnético fueron a parar a una estantería del olvido. Por muchos años. Y decidí ser normal. Ser uno más.

Sin darme cuenta de que me había convertido en uno menos.

jueves, 21 de enero de 2010

DUALIDAD

“Cuando se lee un libro según qué estado de ánimo, sólo se encuentra en el libro interpretaciones de ese estado” Georges Duhamel.

Pero claro, llega un momento en que la imaginación de un mozalbete de siete años no alcanza a compensar sus expectativas, y por más que miraba aquel tablero magnético y trasteaba con sus diminutos trebejos, me faltaba un alter ego a quien doblegar. Mis hermanos me esquivaban porque cada vez que me veían acercarme con el tablero en la mano ya sabían que iba a proponerles partida, y ya sabían quién ganaría.
Supongo que fue un alivio para todos ellos que alguien (perdonad, pero no recuerdo quién) tuviese la genial ocurrencia de complementar el tablero con un regalo muy apropiado: mi primer libro de ajedrez. Se trataba de “Ajedrez magistral” de Mijail Tahl, un recopilatorio de las partidas del Campeonato del Mundo de 1960. Aquello tuvo dos consecuencias inmediatas. En primer lugar, supuso un gran alivio para mis allegados que me vieron desaparecer una temporada mientras imbuía el arte de aquel Campeón Mundial. Y, en lo personal, para mí supuso todo un golpe tremendo: el juego se había convertido en una disciplina de estudio. ¿Un juego que se estudia? Supongo que en otra situación hubiera aparcado el libro en alguna “estantería del olvido” (como actualmente hago con demasiada frecuencia) y hubiera retornado al tablero, pero en ese momento yo tenía hambre: hambre de ajedrez. Y aquella monótona monografía (redundancia voluntaria) supuso el complemento perfecto para mi magnético compañero y mi insaciable curiosidad.
Rápidamente aprendí el sistema de notación descriptivo (para el algebraico todavía tardaría unos años) y, aunque no entendía la mayoría de los análisis y las variantes que allí se mostraban de las partidas, descubrí la esencia lúdica del juego: la dualidad. Para mí Mijail Tahl personificó el juego apasionado y la creatividad del héroe, mientras que Botvinik, su adversario, era el malvado (¡el lado oscuro!) incapaz de vencer con su juego previsible y lógico a la desbordante imaginación de mi nuevo ídolo. Esta dualidad maniqueista, imaginación versus lógica, tan injusta como falsa, constituye una de las bases argumentales de “El hechizo de Caissa”. Como veis, arraiga de un germen literario de mi infancia. Ahora reflexiono sobre cuantas de nuestras habilidades, cualidades, aficiones e intereses las debemos a nuestras lecturas infantiles. Somos lo que leímos, qué duda cabe.

martes, 19 de enero de 2010

DEJÁNDOME SEDUCIR

La niñez es la etapa en que todos los hombres son creadores.” Juana de Iabarbourou

Y así pasaba las calurosas tardes, preguntando insistentemente si ya habían pasado las dos obligatorias horas de reposo antes de bañarme (¡el corte de digestión!) mientras desarrollaba mi dama en el movimiento cuatro y destruía las débiles defensas de mi hermano para darle vergonzosos mates con la dama y algún cómplice caballo o alfil. Era un ajedrez primario, burdo, innoble pero divertido, donde la reflexión brillaba por su ausencia y todo era audacia, trucos de café y goce cada vez que mi caballo diversificaba sus amenazas y mi dama besaba con refuerzo al rey adversario. Pero mi hermano Jose se cansó de engordar mi autoestima en detrimento de la suya y mi siguiente víctima suponía un escalón superior de mi árbol genealógico. ¿Existe mayor gozo para un niño que vencer al padre que le ha enseñado a jugar? Y cuando derribé ese castillo de admiración busqué consuelo en un vecino escaquista, sólo para descubrir que la dualidad del juego era tanto su atractivo como su limitación.
¡Maldición! La disponibilidad de rivales es mucho menor que mis ansias de juego ¿Dónde encontraré con quién jugar? ¿Sirve de algo “ensayar” tácticas en solitario, allí inclinado sobre mi magnético tablero esperando la hora del baño?

DESPERTAR

“Jamás ha habido un niño tan adorable que la madre no quiera poner a dormir” Ralph Waldo Emerson

Resulta sorprendente la fuerza con que los primeros momentos se resisten a la erosión del tiempo. El primer beso, el primer gol, la primera novia, ... Los primeros. Qué bonito es el primer..., que el niño experimenta. ¡Qué fuertes son los recuerdos infantiles!
¿Nos hemos parado a pensar cuál es nuestro primer recuerdo infantil? ¿Hasta dónde llega nuestra memoria? ¿Y los más vividos, intensos, vinculantes, trascendentes? De una cosa estoy seguro: cuanto más antiguo es un recuerdo, más fuerte es. Porque ha pasado la prueba del tiempo. Yo tengo algunas perlas memorísticas anteriores a la primera comunión. Y una de ellas me marcó la psique cuál latigazo. Ocurrió un gozoso día de cumpleaños, como todos los cumpleaños infantiles (¿recordáis?). Mi tío Enrique, que en paz descanse, a la sazón mi padrino, se me acercó y me entregó un objeto rectangular envuelto en papel de regalo. “Toma, turrón”, me dijo a modo de felicitación. Abrí el envoltorio descuidadamente para descubrir que el turrón de mi tío Enrique era un juego de ajedrez magnético. Y ahora me sonrío cuando recuerdo la expresión “dulzura de los inicios”. ¡Qué apropiado símil!
También recuerdo los veranos de mi infancia, cuando mi madre nos obligaba a dormir la siesta, o a respetar el descanso del resto de la familia leyendo: “O siesta, o a leer a la terraza”. Recuerdo cuando trasgredía picaronamente sus órdenes y me escapaba a jugar a la calle. Y recuerdo que el turrón del tío Enrique modificó mis hábitos para regocijo de mi madre y de Caissa.
¿Que quién es Caissa? Seguid leyendo este blog y juntos descubriremos la dulzura de ese pedazo de turrón, que todavía no me he acabado. ¿Queréis compartirlo conmigo?

lunes, 18 de enero de 2010

El Camino de retorno. BLOG 0

Saludos a cuantos lectores me presten su atención.

Ante todo saludaros e indicaros que este blog es y será algo especial, algo diferente a los blogs típicos. De entrada, este post será muy diferente a todos los demás, porque en él pretendo explicar cuál será el contenido de los siguientes y su objetivo. De ahí que lo haya llamado ‘Blog 0’.

El título del Blog ‘El Hechizo de Caissa’ es muy revelador. Por una parte está Caissa, que como la mayoría de mis lectores conoceréis (y si no, para eso estamos, para explicarlo) es la diosa o musa de los ajedrecistas. Así que el núcleo de interés y la temática es muy evidente.

Sin embargo, este no será un blog de ajedrecistas al uso. De hecho ni siquiera será un blog de ajedrecistas en exclusividad aunque sí muy recomendables para ellos, porque para entender su contenido ni siquiera será necesario conocer el movimiento de las piezas del ajedrez. El quid de la cuestión está en el vocablo ‘Hechizo’. Porque de lo que escribiré será de la fascinación que el ajedrez me ha causado, de lo mucho que he disfrutado conociendo a Caissa (en adelante la personificación de todas las maravillosas cualidades que ‘hechizan’ del juego del ajedrez) , y de mi experiencia en la elaboración de una obra que plasma todas estas sensaciones. Los ajedrecistas lo saben (¡lo viven!), y los que no lo son alguna vez han sentido un extraño magnetismo, una pulsión irrefrenable, al contemplar una partida de torneo, de café o al sentarse frente a un adversario separado por un tablero. Eso es el hechizo: una fuerza inexplicable que nos hace sentir la NECESIDAD de jugar. O al menos de presenciar una partida.

En este blog se narra de forma retrospectiva (de ahí lo de ‘Un camino de retorno’) mis experiencias en el mundo de las 64 casillas, pero no desde un punto de vista técnico (no encontraréis nada de eso), sino desde una perspectiva vivencial. Tan cerce anduve de la diosa Caissa, que caí en sus redes y ahora soy su esclavo. Muchos se acercan a ella por motivos puramente competitivos. Otros buscan integrarse, o relacionarse, o desarrollar sus capacidades imaginativas o de cálculo.

Yo me sentí tan fascinado por la diosa que escribí la novela ‘El Hechizo de Caissa’, de inminente publicación (probablemente junio de este año 2010). En este blog narro cómo llegué a este punto y todo el proceso de documentación de la novela (¡ingente material, descomunal esfuerzo!), mis peripecias, mis frustraciones, mis dudas y mis inquietudes.

Así pues, este será un blog en forma de relato retrospectivo, nada técnico, más literario que ajedrecístico, y os invito a visitarlo igual que os animo a leer la novela cuando se publique. Si previamente habéis seguido mis peripecias en este blog, la disfrutaréis más y la comprenderéis mejor. Anticipo, eso sí que la novela está ambientada en nuestro maravilloso microcosmos albinegro, que trata sobre el proceso de aprendizaje ajedrecístico de un muchacho, sobre la esencia ajedrecística y la forma de gozar del juego, y .., y de muchas otras cosas que más adelante trataremos.

Bienvenidos al Reino de Caissa.

Bienvenidos a ‘El hechizo de Caissa’.