domingo, 27 de junio de 2010

CRUZANDO LA LÍNEA DE META

El tiempo es el mejor autor: siempre encuentra el final perfecto”. Charles Chaplin.

Mediado el mes de marzo comencé a escribir el último capítulo y el epílogo. Este es uno de los mayores errores que pude percibir en la escritura del Hechizo, porque tenía tantas ganas de acabar, que el final lo escribí precipitadamente. Yo mismo valoraba ese colofón como apresurado, y confieso que este capítulo es el que más tuve que trabajar en la fase de corrección y, a diferencia de otras modificaciones argumentales, tuve que ampliar bastantes párrafos y modificar el final un par de veces antes del “borrador” definitivo. Este último adjetivo, definitivo, me produce una hilaridad descontrolada. ¿Cuántas veces no utilicé este vocablo para nombrar un archivo? Hechizodefinitivo.doc. Hechizodefinitivo2.doc Hechizodefinitivo3.doc….

Uno de los principales descubrimientos del escritor novel es lo dilatado que es el proceso de corrección. Descomunal. Pero ya llegaré a esa fase. 

Lo cierto es que finalizar el Hechizo de Caissa supuso para mí un hito histórico, un punto de inflexión de profundas implicaciones vitales y, probablemente, el logro que mayor orgullo me ha reportado en toda mi vida. Ni cuando accedí al INEF después de aquel intensísimo verano de inhumano entrenamiento físico,  ni cuando aprobé la oposición después de dos años sumergido en libros, ni cuando obtuve el cinto negro de judo, ni cuando corrí mi primera media maratón,  ni..., nunca sentí un alivio tan enorme, una sensación de éxito integral tan completa, un paroxismo tan sentido, tan vivido, tan auténtico. Imagino que los lectores que no hayan escrito una novela a duras penas pueden imaginarlo, pero confieso que no estaba en absoluto orgulloso de la novela, sino únicamente de haberla acabado. Aquel inolvidable jueves de marzo no disfruté de la calidad del Hechizo, sino de su conclusión. No me importaba haberlo escrito mejor o peor, sólo deseaba acabarlo. Y lo había hecho.

Entonces aún no era consciente de lo mucho que quedaba por hacer, de las miles de correcciones que le esperaban al Hechizo, pero después de olvidar ya casi la fase de documentación, ahora dejaba atrás la fase de redacción. Era lo más lejos que había llegado nunca y aunque parezca un planteamiento absurdo tratándose de una obra artística, me congratulaba mucho más la cantidad de lo escrito (¡por fin una obra extensa completada!) que su calidad. Esto último, en ese momento, era secundario.

Me tomé una semana de descanso total, y después releí El Hechizo pausadamente. Aún hice algunas correcciones más, de poco calado argumental y más bien de carácter formal, y transformé el archivo doc en un pdf. Exactamente 267 páginas en formato DIN A4, y 145.890 palabras.

Y entonces me encontré con esa gran incógnita que todo escritor debe afrontar al finalizar la escritura de una novela: ¿Y ahora qué? ¿Qué hago con este borrador/manuscrito?

Aunque parezca pretencioso e increíble, os aseguro que tenía muchas dudas sobre su calidad, sólo estaba realmente orgulloso de haberlo finalizado, lo juro, y encontré la respuesta fácilmente: tenía que comprobar si este texto (todavía le negaba el calificativo de libro o novela) tenía algo de calidad. Y sabía cómo hacerlo. Necesitaba algunos lectores imparciales y críticos. Para eso, el propio escritor no sirve. Está demasiado imbuido e implicado en la historia como para poder emitir un dictamen objetivo. Le falta perspectiva.

martes, 22 de junio de 2010

RUTINAS DE TRABAJO EN LA REDACCIÓN.

"Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude." Orson Welles.


Así pues mi ritmo de trabajo en esos cinco meses era intenso, y ahora que al margen de la rehabilitación me dedicaba en cuerpo y alma a escribir, me gusta calificarlo pretenciosamente de "rutina semiprofesional" - realmente no tengo ni idea de cómo escribirán realmente los escritores profesionales)- alternando actividades de redacción, programación y corrección de forma más o menos premeditada.

En general redactaba de madrugada y por la mañana, programaba (imaginaba, ideaba…) a mediodía y corregía por la tarde. Seguía una especie de “biorritmo narrativo” que respondía fundamentalmente a mi estado físico y mi grado de fatiga (primer criterio), a la programación del Hechizo y lo complejo o simple de cada capítulo (segundo criterio), y a los posibles imponderables cotidianos resultantes de mi vida social, mi familia y mis amigos (tercer criterio).

Para cada una de estas tres actividades seguía un procedimiento más o menos flexible:

a) Para la redacción (generalmente de madrugada):

  • Escribía en la pizarra un breve esquema guionado a seguir, enumerando secuencialmente las ideas a exponer en el texto.
  • En el Pc escribía a vuela pluma dos, tres, cuatro, cinco pasajes (generalmente no muchos más). Como la extensión podía variar mucho de un pasaje a otro, también era muy variable la cantidad que podía escribir diariamente. Lo habitual era que no pasara de seis-siete páginas por día, pero este dato es muy impreciso. Algunos días de inspiración redactaba veinte páginas (sobre todo cuanto trabajaba en la biblioteca), pero otros apenas llegaba a las dos páginas. Escribía de forma lineal, no como algunos escritores que son capaces de escribir pasajes de diferentes capítulos un mismo día, incluso separados cronológicamente muchas páginas. Yo no sé. Tengo que ir “cosiendo mi labor” de forma acumulativa.
  • En ocasiones consultaba el diccionario o hacía alguna consulta al Google (para buscar algún dato ajedrecístico o cronológico mayormente), pero esto casi siempre lo hacía en la fase de corrección.
  • Daba formato a lo escrito (sangrados, puntos y aparte, adjetivos sobrantes, etc.)

b) Para la programación (mañana-mediodía):

  • Si estaba caminando o fuera de casa, anotaba ideas, secuencias, frases o posibles modificaciones en mi cuaderno de bitácora.
  • Si estaba en casa, las anotaba en la pizarra o en mis “planillas de programación” (ya comentadas en anteriores posts), e incluso a veces abría el archivo y escribía directamente en él.

c) Para la corrección (tardes preferentemente): Estoy harto de corregir. Cada día dedicaba casi una hora vespertina en releer y modificar lo trabajado por la mañana, y eso mientras redactaba el manuscrito (que impropio y arcaico suena este término, pero se dice así). Más adelante hablaré de la fase de corrección propiamente dicha. Sólo os adelantaré que hice más de 2500 correcciones (contadas una a una), desde ortográficas a argumentales, pasando por estilísticas, semánticas, añadidos, acotados, sustituciones (la función “reemplazar” del procesador de textos es utilísima), etc.

Pero no penséis que soy una máquina insensible. Algunos días no escribía nada y me dedicaba exclusivamente a “navegar”, consultar libros o simplemente recargar pilas, que también es muy importante cuando llevas dos o tres días redactando a cierto ritmo. Otros días tenía el ánimo demasiado alterado como para circunscribirme al encorsetado programático expuesto, y redactaba de noche o programaba de madrugada, o dejaba a mi mujer con la palabra en la boca – o la cena fría sobre la mesa - porque se me había ocurrido una palabra, una idea, una frase que debía anotar inmediatamente... Y los mejores días de la fase de redacción, aquellos en los que produje las mejores líneas, las jornadas más productivas,…, las viví en mi inspiradora biblioteca.

Allí llegaba a la sala de Humanidades (de noviembre a marzo no suele estar saturada de estudiantes agobiados), conectaba el portátil y comenzaba a redactar sin pararme a pensar nada, sin hacer apenas correcciones, y sin acordarme del tiempo. Era mi vejiga quien me recordaba que mi desbocada imaginación estaba atrapada en un cuerpo que tenía que orinar, que si no… Hasta treinta páginas llegué a redactar en un día (que luego tuve que mutilar hasta la mitad, claro). Ahora me pregunto que pensarían aquellas jovencitas (estadísticamente - no es un comentario con ánimo sexista- había muchas más mujeres que hombres) futuras abogadas, o arquitectas, o psicólogas, o maestras, viendo a aquel poseso de mediana edad tecleando con rabia, con los ojos iluminados por su obsesión y la mirada colgada en el monitor o en el vacío…

viernes, 18 de junio de 2010

RECTIFICAR ES DE SABIOS ¿NO?

Después de saber cuándo debemos aprovechar una oportunidad, lo más importante es saber cuándo debemos renunciar a una ventaja”. Benjamín Disraeli.

De lo leído hasta ahora en este blog, el lector puede sacar como conclusión que escribir una novela es un ejercicio de reflexión, programación y disciplina. Cierto, pero hay una cuarta cualidad necesaria: la capacidad para tomar dolorosas decisiones sobre la marcha. Un poco como el ajedrez; continuamente se analiza la posición del tablero (lo que se lleva escrito) y se determina cuál debería ser la siguiente jugada (el siguiente párrafo, secuencia, pasaje, idea…) desechando un montón de posibles variantes (borrando muchas páginas, ideas, algunas ya escritas, ¡qué dolor!).

Conforme iba escribiendo, avanzando a pasos agigantados en esos cinco maratonianos meses, me introducía más y más en la historia, en la piel de los personajes, en la trama argumental y supongo que me enamoraba del Hechizo sin apenas darme cuenta. Habitualmente trabajaba en el portátil, aunque hacía copias de seguridad periódicamente en cuatro soportes diferentes: pendrive, diskette, disco duro del PC fijo y una copia que me mandaba a mí mismo por correo electrónico. No quería que ningún fallo informático me hiciese perder una sola línea. Esto exigía ser muy sistemático para no olvidar hacer los backups ningún día, pero la seguridad era fundamental, porque antaño ya tuve alguna mala experiencia en este sentido y no estaba dispuesto a repetirlo. Otro de mis mecanismos de seguridad informática consistía en nombrar el archivo con LQPNMC (ya sabe el lector qué significa) y la fecha en curso, de forma que en caso de borrado accidental siempre pudiera recuperar el archivo del día anterior. Aproximadamente cada mes borraba los archivos antiguos, por aquello de no acumular demasiada basura.

Lo cierto es que mi portátil tuvo un problema de Hardware y, aunque pudiera parecer un serio contratiempo (recordad que muchos días iba a trabajar a la biblioteca) en realidad fue una bendición, porque decidí saltarme mis rutinas habituales e imprimí todo lo que llevaba escrito. Cogí un rotulador rojo y, aprovechando la perspectiva que da la distancia (temporal, espacial, nerviosa, espiritual,.., del tipo que sea) afronté la lectura del texto sobre el papel como si fuera un simple lector, un observador imparcial y no el autor. Supongo que esto es lo que en ocasiones hago cuando juego al ajedrez: intento no dejarme llevar por la pasión, por la ilusión de llevar a cabo “esa maravillosa idea que he tenido” e intento analizar la posición objetivamente. Eso hice. Y me di cuenta de que era necesario modificar muchas cosas, renunciar a muchas páginas, e incluso tomar dolorosas decisiones si quería que el Hechizo fuera verosímil, interesante, vivo, ágil, digno de leerse. De nuevo recurriré a mis “listados”.

COSAS QUE HAY QUE CAMBIAR:

1. La cantidad de “ajedrez”: esto es una novela, no un libro técnico. No es interesante explicar qué es el enroque o una clavada en cruz. El ajedrez puede ser una presencia permanente –la historia se desarrolla en su mundo-, pero no debe ser el protagonista, ni mucho menos.
2. La extensión capitular. Hay que acortar la duración parcial de los capítulos.
3. Los diálogos. Pronto comprendí que es el registro que peor me estaba quedando. Intenté mejorarlos pero, ante mi evidente incompetencia, decidí reducirlos al máximo.
4. La relación entre Marcos y S, como eje argumental independiente, merecía una mayor profundidad y extensión.
5. Los detalles. Me di cuenta de que determinados detalles (materiales, verbales, fisionómicos) revelaban mucha más información que decenas de palabras. Recordé una acertadísima máxima: “no cuentes, sugiere.”
6. Decidí aumentar la carga emotiva en tres capítulos (en tres finales de capítulo para ser exactos) y me obsesioné con finalizarlos con una frase contundente y reveladora. Hasta que no las encontré, no descansé.
7. Sobre la “programación” inicial, añadí un eje argumental que titulé “misterio familiar”, y en consecuencia le dediqué muchas más páginas porque entendí que aumentaba el interés del lector, siempre ávido de un poco (o un mucho) de suspense. Sé que buscar expresamente el suspense en la historia no está demasiado bien visto entre los literatos puristas, y se considera un truco mal reputado, pero en ese momento yo sólo escribía lo que me gustaría leer (una interesante brújula metodológica) sin importarme otras consideraciones que, de todas formas, ni siquiera conocía.
8. Añadí otros tres personajes secundarios, esta vez sin mucha intención de dotarlos de excesivo protagonismo, pero que entendí que eran necesarios por la información que aportaban para el esclarecimiento del “misterio familiar”.
9. Y con lágrimas en los ojos apretaba la tecla Supr. Para eliminar “paja”. Eran redundancias, informaciones sobrantes, adjetivos innecesarios, datos ajedrecísticos irrelevantes, basura adicional,.., pero era ¡mi basura! Un sacrificio necesario. La posición/el texto (que diría un crítico ajedrecístico/literario) pedía a gritos ese sacrificio.
10. Y se me ocurrió una idea interesante relacionada con la muerte de A, algo que ocurre en su funeral y que me quedó (creo) fetén. ¿O no? Vosotros juzgaréis. Tampoco se trataba sólo de “recortes”. También añadí alguna cosilla…

Que si, que lo de Shakespeare escribiendo a la luz de una vela su “Romeo y Julieta” en una sola noche puede resultar muy romántico, pero yo creo que de vez en cuando hay que pararse a reflexionar, tomar aire, coger la guadaña haciendo algún que otro sacrificio, y asumir que a veces sólo podemos reconocer los errores cometiéndolos.

martes, 15 de junio de 2010

APUNTANDO A MATAR

El motivo no existe siempre para ser alcanzado, sino para servir de punto de mira”. Joseph Joubert.

Un juego-arte-ciencia tan matemático y preciso como el ajedrez categoriza fácilmente sus conceptos y tiene muy claro qué es un tema, un motivo o una variante. Pero la vida es mucho más ambigua y compleja, sin duda, como también lo es el vocabulario y la semántica. Y a veces confundimos tema, argumento y motivo cuando, ante la posibilidad de leer una novela, nos hacemos una pregunta tan evidente como “¿De qué va el Hechizo de Caissa?". Supongo que esa es la segunda pregunta que nos sugiere el título. La primera es “¿quién es Caissa?”, pero ya está sobradamente contestada en este blog, y con la novela aspiro a que sea “asimilada”. Os podéis hacer una idea de la respuesta a esa segunda pregunta, si habéis leído todas las entradas del blog (y si no, ¿a qué esperáis?).

Sin embargo, conviene diferenciar entre argumento y tema. Del primero, la estructura y el hilo narrativo que da vida a la historia, no adelantaré demasiado, aunque me da pie para darle la razón a un lector de este blog que muy acertadamente comentó que escribí la historia que yo tenía dentro. Cierto.

Respecto al tema, el asunto es más complejo, porque a lo largo de toda la historia se abordan varios, a veces solapadamente, a veces simultáneamente, a veces secuencialmente, pero nunca caprichosamente.

Entre los múltiples listados de mi cuaderno de bitácora - del que ya hablé en anteriores posts - uno de los más importantes es el que se titulaba: TEMAS A TRATAR. Ahí va el listado, con un importante sesgo (no debo ni quiero contarlo todo) y una ligera pincelada aclaratoria:

1.Ajedrez: ni lo comento. Pero os remito a la última pregunta de este post.
2.Estilos educativos y aprendizaje. ¿Cómo aprendemos? ¿Qué es lo realmente importante en el proceso educativo? ¿Qué es lo realmente perdurable?
3.El amor. Esto es como no decir nada, porque debe ser (estadísticamente) el tema más presente de todas las novelas. Concretamente la difusa frontera entre la atracción física y el amor juvenil, todo lo que estamos dispuestos a hacer por amor.
4.Las diferencias generacionales y la relación padre-hijo. Algunos dicen que este es el tema más importante de toda la novela. Lo dejo a vuestra consideración para cuando la leáis.
5. La singularidad de ese fenómeno que hoy se conoce con el nombre de “frikie”, y lo difícil que es vivir la niñez y la adolescencia con esa cruz de “diferente”.
6.El fair-play, ese concepto deportivo tan manido y tan complejo. A todos nos gusta hablar de él pero muy pocos lo practicamos porque desgraciadamente choca con el principio de realidad. Se ahonda en la necesidad de vivir el juego (el deporte no es otra cosa que un “juego reglado e institucionalizado”) en su pura esencia lúdica.
7.El precio que pagamos por nuestras obsesiones, ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar por alcanzar nuestros anhelos…?

¿Hacia adonde apunta El Hechizo? Y el ajedrez en la novela, ¿es un tema más? ¿Es una burda excusa para tratar los otros? ¿O es un fondo de escritorio, un tapiz omnipresente para vertebrar toda la historia en torno a esa multiplicidad de temas?

Vosotros juzgaréis.

sábado, 12 de junio de 2010

CAMINA O REVIENTA

”La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.” Eduardo Galeano.

De noviembre a marzo escribí casi todo el Hechizo, lo que es decir mucho considerando que todavía desconocía lo extenso de la "fase de corrección”. Pero la producción literaria propiamente dicha me la merendé en ese periodo.

Rutinas de trabajo:

1.Comenzaba el día sobre las 5:00 o antes. Pese a disponer de todo el día, continuaba aprovechando mis horas más creativas en el amanecer (o de madrugada, que en invierno seguía siendo noche cerrada). Esto es muy importante y pronto lo comprendí. En aquellas horas es cuando mayor creatividad desplegaba y hubiera sido un craso error intentar redactar cuando estaba más fatigado o cuando los ruidos mundanos pudieran molestarme. Obviamente a las 5:00 (aproximadamente hasta las 8:00) no había alma alguna que perturbara mi proceso creativo.
2.Después del desayuno, cuando mi familia se iba a trabajar o al colegio, realizaba mi primera sesión de rehabilitación en casa, algo menos de una hora.
3.Otras dos horas de trabajo, a veces de escritura, a veces de programación de la siguiente secuencia (en mi inseparable pizarra), a veces de corrección de lo elaborado en la madrugada.
4.Poco antes del mediodía me echaba el chubasquero encima, un libro (¡cuanto leí en aquella época!) un paquete de chicles, mi inevitable cuaderno, y salía a caminar. Como no podía hacer ninguna actividad física (aún pasarían muchos meses antes de poder correr) el médico me recomendó que andase mucho.  No tenía ninguna otra opción. Yo vivo en El Puig y tomé la costumbre,- no siempre, pero sí muchos días- de ir hasta Valencia caminando, unos 16-17 km (entre 2 horas y media o 3 horas, según el ritmo que me marcaba). Llegaba a Valencia a la hora de comer y muchas veces lo hacía en casa de mis padres o de mi suegra. Era difícil explicarles que pese a mi baja laboral yo tenía que continuar mi vida, porque si por ellos fuera tenía que vivir en sus casas, comer, pasar la tarde, cenar, etc.., como si fuese un inválido. Mi madre solía decir, “ay, tanto tiempo sólo y aburrido en tu casa, ¿por qué no vienes a la mía...?”. ¿Aburrido? Olvidaba decir que la escritura del Hechizo fue un secreto que sólo conocía mi mujer y mis hijos. Nadie más. Pero bueno, aquellas caminatas, además de necesarias desde el punto de vista terapéutico y físico, fueron tremendamente instructivas.

Un inciso. ¿Alguno ha leído la novela “Papillón”? Maravillosa historia carcelaria donde el protagonista, en una de sus múltiples estancias en prisión, se encuentra recluido en una celda de aislamiento durante meses. Apenas podía ver la luz media hora al día y todo su mundo se reducía a un diminuto espacio de 2 x 3 metros. Y él, sabiendo que aquello podía volver loco a cualquiera, ideó un sistema defensivo tan simple como disciplinado: caminaba durante todo el día de una punta a otra de la celda (¡qué mareo!) entregándose a sus recuerdos. Así sobrevivió milagrosamente. De todos es conocido que junto con el humor y el amor, la imaginación y los recuerdos son los alimentos del espíritu. Yo utilicé aquellos 16 km diarios para “diseñar” El Hechizo. A veces menos, lo confieso, ya que en ocasiones me quedaba en casa o caminaba por los alrededores, o me acercaba a saludar a los compañeros en el instituto (unos 7 km), o acudía a visita médica, o ... Pero en definitiva la Vía Augusta fue el escenario donde imaginé El Hechizo. No era raro verme acelerar el paso a la altura de Meliana emocionado porque se me había ocurrido una frase para cerrar el capítulo ocho, o detenerme bruscamente en Museros para anotar una idea en mi inseparable cuaderno de bitácora (sin ir más lejos recuerdo que eso hice en la última frase del sorprendente y esclarecedor epílogo). Y esa perseverancia con que escribía, esa perseverancia con que me castigaba con aquellos dolorosos ejercicios de rehabilitación, esa perseverancia con que me negaba el fracaso y el abandono, era la misma que me obligaba a dar un paso más, un kilómetro más, un esfuerzo más. Camina o revienta, como antiguamente exhortaban los sargentos de la legión a sus hombres (muchísimos lustros antes de la película del Lute, que se ha apropiado la expresión). Algunos pensarán que es una animalada caminar a pleno sol (menos mal que no era verano) tantísimos kilómetros, pero después de correr varias medias maratones, os puedo asegurar que no era demasiado para mí. Al fin y al cabo, disponía de tiempo para eso y mucho más.
5.Después de comer me iba a la clínica de rehabilitación, a por mi ración diaria de tortura. Mientras me aplicaban los electrodos o la onda corta, leía novela histórica (“La piel fría” ¡qué gran desconocida novela!, “El mundo sin fin” que...). Al acabar la sesión estaba demasiado dolorido como para más caminatas y volvía en tren hasta casa donde me atiborraba de analgésicos y descansaba unos minutos antes de ponerme de nuevo a la faena creativa. A veces me regalaba una tarde de asueto y veía alguna serie televisiva (“Prison Break”, excelente guión), o jugaba un poco de ajedrez on-line (¡mis avatares cibernéticos me reclamaban!) antes de otra dura sesión de rehabilitación domiciliaria. Otras veces escribía, y reconozco que la fatiga produjo peores líneas vespertinas que el texto producido al alba. Tomaré nota para sucesivos proyectos. Hay que escribir descansado.
6.Luego venían los críos y generalmente dejaba de escribir para atenderlos (¡Mentira! Muchas tardes seguía tan hechizado por El Hechizo que no paraba…), hasta la hora de la cena. Previamente hacía otra sesión de rehabilitación con barra y poleas, y a las 22:00 ya estaba soñando con los angelitos,…, o con Caissa.

Obviamente este esquema-tipo se modificaba sensiblemente los fines de semana, los días en que tenía visita médica y en los periodos de navidad y puentes festivos. Incluso un día a la semana (a veces dos) me iba a la biblioteca, esta vez en tren. Ya he explicado anteriormente mi eterno idilio con la biblioteca, y confesaré un romántico truquito: cuando sufría una crisis de ingenio (el famoso “síndrome de la página en blanco” del escritor, que también me pasó), me iba a la biblioteca y me desatascaba. No puedo explicar el motivo, pero allí encontraba la quietud necesaria para retomar el rumbo.

Muchos me preguntan si estoy orgulloso del Hechizo de Caissa. Y sinceramente  lo que más me congratula es haber sido capaz de acabarlo. Porque si algo he aprendido de esta experiencia es que escribir un libro es un ejercicio de disciplina descomunal. De eso sí estoy orgulloso: de no haberme rendido.., esta vez.

Camina o revienta; escribe o ríndete.

jueves, 10 de junio de 2010

BISTURÍ, BRICOLAJE Y REHABILITACIÓN

El dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional.” Buda.

Los primeros días tras el accidente fueron terriblemente dolorosos, pero sólo desde el punto de vista físico. Pese a la gravedad de la lesión – rotura del labrum/cápsula articular, rotura de dos tendones del manguito de rotadores y fractura del troquiter – y la incomodidad que suponía el cabestrillo, era el brazo izquierdo y yo soy diestro, y además podía caminar y más o menos valerme por mí mismo. Algo muy diferente a las lesiones de tren inferior que suelen suponer inmovilización e imposibilidad de desplazamiento. Pero a mí no se me escapaba que aquella era una “señora” lesión, y el médico me indicó que, cuando se hubiera reabsorbido el edema que anegaba mi hombro, tendría que pasar por el quirófano.

Antes de la operación, al margen del dolor y de que iba permanentemente dopado (más tarde mi estómago pagaría un alto precio por tanta orgía farmacológica), la cosa era bastante llevadera. Podía escribir con la mano derecha. De hecho, en ese periodo pude escribir bastante más de lo que esperaba, pese a la incomodidad, y si no fuera por el dolor hubiera podido considerar ese periodo como “de asueto”.

A finales de noviembre (exactamente el día de mi cuarenta cumpleaños, para que no lo olvide nunca) me reconstruyeron el hombro insertándome cinco tornillos. Como seguro que todos los lectores han pasado alguna vez por alguna intervención de este tipo, no me explayaré en exceso sobre el dolor, la sensación de impotencia, y la inquietud que me embargaba ante un inexacto e incalculable “periodo de rehabilitación”. La inmovilidad (lo peor era dormir con aquel asqueroso aparato ortopédico que me endosaron, de una rigidez absoluta) y la inacción son una auténtica tortura para un deportista activo como yo.

Pero eso era porque aún no conocía el auténtico significado de la palabra tortura. Me lo enseñó el amable fisioterapeuta encargado de los ejercicios de “movilización” de mi programa de rehabilitación. Sólo de recordarlo, mis tendones ya se quejan.

Como carece de interés, sólo diré que el proceso de rehabilitación fue largísimo, -incluso cuando me dieron el alta médica y volví al trabajo continué mis ejercicios -, dolorosísimo y muy exigente en cuanto a disciplina. Que yo recuerde fueron 45 sesiones en el centro de rehabilitación de algo más de hora y cuarto u hora y media, a base de infrarrojos, onda corta, ejercicios de movilización (“tortura” pura y dura, pero a los médicos les encantan los eufemismos), ejercicios de estiramientos , ejercicios con barra, ejercicios con polea, ejercicios con sobrecarga y electroestimulación, y algunos otros (pendulares, resistidos, rehabilitación en piscina) que se prolongaron muchos meses más. No lloriqueo gratuitamente, sino simplemente sirva esto para indicar que la rehabilitación me suponía unas cinco horas diarias, sin contar los desplazamientos (de los que hablaré en mi siguiente post). Así que no fueron precisamente unas vacaciones. Y lo que nadie sabía es que el resto del tiempo no lo dedicaba a dormir o ver la tele, sino a leer y a escribir. El Hechizo estaba en marcha, y ahora disponía de tiempo para avanzar en la historia. Es curioso. Tenía todo el tiempo del mundo y sin embargo me obsesionaba el comenzar a trabajar – que me dieran el alta - y dejar a medias El Hechizo, porque sabía que entonces corría el riesgo de abandonarlo definitivamente. Era un sentimiento ciertamente paradójico y ambivalente: trabajaba durísimo en mi rehabilitación física (lo juro) y simultáneamente deseaba aprovechar al máximo aquel estatus y avanzar todo lo que pudiera el Hechizo.

Cuando acabé las sesiones programadas, el doctor/rehabilitador me dio el alta felicitándome por la velocidad de mi recuperación. “¿Y el dolor?”, pregunté yo. “Ese no es mi trabajo. Mi misión era recuperar la movilidad del hombro, y ya estás al 100%” contestó. Cierto, había recuperado el 100% del rango articular, pero dolía a rabiar y en ese momento comprendí que nunca más volvería a ser el mismo. Que nunca más mi lanzamiento sería un latigazo que sorprendería a los porteros, que no volvería a marcar Ippon con un Uchi-mata y que estaba deportivamente acabado. Ni los analgésicos, ni la natación, ni la cortisona podían hacer nada para remediarlo. Menos mal que me quedaba el ajedrez y la escritura ¿no?

Aquellos cinco meses, fueron una auténtica maratón. Y aún hoy estoy convencido de que sin aquella “desgraciada” lesión, El Hechizo de Caissa nunca hubiera visto la luz. ¿Merecerá la pena el precio que pagué?

lunes, 7 de junio de 2010

“Y UNA PIEDRA EN EL CAMINO, ME ENSEÑÓ QUE MI DESTINO…”

”La vida es aquello que te va sucediendo mientras tú te empeñas en hacer otros planes”. John Lennon.

Ya había comenzado a escribir el Hechizo, aunque entonces no lo llamaba así. Lo etiquetaba como LQPNMC (“Lo que papá nunca me contó”, un título que no tardé en desechar por impreciso, ambiguo e impersonal). Supongo que llevaría unas treinta páginas y debo confesar que de momento me gustaba lo que había escrito. Pero ese duendecillo que siempre me acompaña, ese ser despreciable que me susurra al oído vertiendo veneno en mis pensamientos, ese gusano inmundo que siempre dinamita mis sueños y menosprecia mis actos, esa parte de mí que siempre anhelo destruir y que se esconde bajo los ropajes de la realidad, ese lado oscuro que estoy seguro que todos tenemos, me decía que no me hiciera ilusiones. Que, como siempre, sería arrancada de caballo y parada de burro (parafraseando a un viejo amigo), el inicio de uno de mis múltiples proyectos inconclusos, condenado de antemano al abandono por hastío o por incompetencia, o quizás por falta de voluntad o perseverancia. Y debo confesar que en el fondo estaba convencido de que antes o después su pesimismo acabaría poseyéndome y tendría que inclinar mi rey ante su insistencia. Sabía que el tiempo erosionaría mis ilusiones y yo mismo me buscaría excusas (trabajo, familia, otros proyectos "más prometedores", etc…) para rendirme, como con el EODC. ¿Os suena familiar? ¿También vosotros tenéis esa presencia permanente, ese lastre, en vuestra cabeza?

Era un jueves de una húmeda mañana de finales de octubre. La víspera llovió copiosamente y alguien con un poco más de cerebro hubiera optado por acudir al trabajo en coche. Pero a las 7:45 de la mañana no llovía y decidí coger la bicicleta, medio de transporte con el que habitualmente me desplazo desde mi casa hasta el Instituto donde trabajo como profesor. Atravesé el embarrado camino hortelano contento de alcanzar el asfalto. Crucé la verja metálica saludando a mi paso a compañeros y alumnos, mientras pedaleaba ya en el interior del recinto educativo. Al pasar por encima del enorme charco sentí cómo la rueda delantera se deslizaba hacia la izquierda, un involuntario derrape que me precipitó sobre la “laguna”. Instintivamente apoyé el brazo izquierdo – algo que todo judoka sabe que es una aberración – con tan mala fortuna que éste resbaló sobre la inmundicia acumulada en el charco y se anguló peligrosamente para provocar una dolorosa palanca que desplazó la cabeza del húmero hacia el interior de la articulación escápulo-humeral. Me levanté maldiciendo mi suerte, todavía ignorante de mi estado, y anduve los últimos metros hasta mi despacho. El dolor era muy intenso al quitarme el chubasquero y la sudadera, pero aún tuve suficiente presencia de ánimo como para comprobar que se trataba de una luxación e intentar reducirla a las bravas (a lo “arma letal”), pero ni con ayuda de mi compañera lo logré. Cuando me llevaron al hospital comencé a perder la sensibilidad en el brazo. El hueso deformado presionaba sobre la arteria, probablemente, y entonces comprendí que era grave. Era evidente que el desplazamiento óseo era considerable y, en consecuencia, los daños internos también los serían.

En urgencias me redujeron la luxación sin muchos miramientos, pero no me importó. Era necesario y urgente. A las dos horas volví a casa con el brazo en cabestrillo, no sin antes prometer a mi directora que el lunes siguiente, si me encontraba bien, volvería al trabajo. Iluso de mí. ¡Qué lejos estaba de imaginar que aquella era la lesión más grave que nunca sufrí (y os aseguro que he sufrido muchas) y que mi convalecencia, mi baja laboral, se prolongaría más de medio año!

Más adelante profundizaré sobre todo el proceso de rehabilitación y cómo me organizaba para aprovechar el tiempo al máximo, pero ¿os dais cuenta de que ahora ya no tenía ninguna excusa? Recordé una cita, de no sé quién, que decía algo así como que había que hacer de la tragedia una oportunidad. ¿Cómo era posible que yo, balonmanero consagrado, cinturón negro de judo, avezado ciclista, jugador de rugby, de hockey, de basket, esquiador, escalador…., hubiera tenido esa “mala caída”? ¿Había sido una mala caída? Quizás el destino, por esta vez, estaba dispuesto a demostrarme lo contrario. Quizás ahora podía comprender aquello de la relatividad de lo que nos acontece y el color del cristal con que se mira. Ahora sólo me faltaba el valor para convertir mi caída en una oportunidad. En un ascenso.

En casa, mientras me atiborraba de analgésicos, miré a mi lado oscuro, allí, al otro lado del  espejo, y le dije: “te vas a enterar, maldito”.

Así que, aquel charco en mi camino me enseñó que mi destino era escribir y escribir…


sábado, 5 de junio de 2010

¿POR QUÉ ESCRIBIMOS?

Cada uno de los movimientos de todos los individuos se realizan por tres únicas razones: por amor, por honor o por dinero.” Napoleón Bonaparte.

Cuando muchos de mis conocidos supieron que había escrito un libro, pensaron que se trataba de un libro técnico. No me podían imaginar más que corriendo o chocando contra defensas o escalando montañas o revolcándome por un tatami o…, lo que demuestra cuantas facetas ocultas completan nuestra personalidad. Cuando luego se enteran de que el libro se enmarca en el mundillo ajedrecístico entonces asienten porque sí conocen mi amor por Caissa. Esperan una historia de eso, de ajedrez. Pero El Hechizo de Caissa es otra cosa. Quienes han leído los borradores iniciales lo saben. Y detrás de la inevitable primera pregunta “¿de qué va?”, viene la segunda “¿y tú, por qué lo has escrito? Ésta tiene una respuesta algo más compleja.

Recuerdo que leí un interesante libro titulado “El gozo de escribir” de Natalie Goldberg. Como dice en la contraportada “existen cientos de libros que hablan sobre cómo no escribir mal, pero éste habla sobre cómo escribir bien. El secreto de la creatividad consiste en eliminar reglas en la escritura, no en añadirlas”. Obviamente las contraportadas buscan ventas de libros y confieso que el contenido me decepcionó un poco porque yo buscaba precisamente eso, reglas de escritura. Pero ya se sabe que la valoración que hacemos de la calidad de un libro depende muchísimo de nuestro estado de ánimo y de las expectativas que nos despierta. A veces esperamos una obra maestra porque un amigo nos lo ha recomendado vivamente, y luego nos defrauda simplemente porque el estado de ánimo de nuestro amigo y el nuestro en el momento de su lectura era muy distinto. Seguro que esto también pasará con el Hechizo. Bueno, lo cierto es que en el libro de Goldberg había un capítulo dedicado a los motivos por los que escribimos. Un capítulo que nos empuja a la reflexión. Natalie Goldberg hace un listado de motivos para la escritura y advierte que es muy difícil detallar con precisión la totalidad. ¿Cuáles son los míos?

El orden no importa lo más mínimo:

1.Porque me duele ver lo poco que leen mis alumnos. A ver si al menos leen una novela “que la ha escrito su profe”.
2.Porque la gente (¡qué socorrido e impreciso es esto de “la gente”) desconoce la pasión del ajedrez. Y Caissa me ha dado tanto, que creo que debo presentársela a mis “conocidos”.
3.Porque creo que la sociedad es tremendamente injusta con los deportes, aficiones, entretenimientos y artes minoritarios. Y Frikie es un término con unas connotaciones tan injustas como terribles. El ajedrecista no merece el trato que la sociedad le reporta.
4.Porque la tele cada vez da más asco y soy poco amigo de videojuegos y todas esas nuevas formas de entretenimiento. Y porque he consumido muchas manifestaciones culturales (especialmente la literatura) y creo estar un poco en deuda. Tendremos que aportar algo, ¿no?
5.Por no defraudar a algunos amigos que me insistían “escribe, escribe”.
6.Porque vivir sin luz es una proeza que merece un homenaje.
7.Para ganar mucho dinero, ganar el Nobel de Literatura y retirarme a los 50 años forrado. (¡Bastante me estoy carcajeando yo al escribir esto, así que no os riáis, que os oigo!)
8.Porque siempre he sido un mediocre incapaz de acabar nada de lo que he empezado y ésta es la primera vez que he escrito FIN. (De hecho, ahora recuerdo que no lo he escrito de facto, pero ya me entendéis)
9.Porque cada mañana me invade el pensamiento (¡el sentimiento!) de que la educación tal como yo la entendí y conocí está desapareciendo, está cambiando y no para mejor, y a la pregunta “¿qué estilo educativo sería el tuyo si pudieses elegir?”, la respuesta tiene un nombre muy claro: El Hechizo de Caissa.
10.Para pagar unas cuantas deudas de gratitud con algunos de los personajes de este blog – ya conocidos por todos, y si no es así ¡releed las entradas antiguas!- y especialmente con mis padres.

Y podría continuar hasta el infinito.

miércoles, 2 de junio de 2010

ESENCIA DE MUJER.

”Las sensaciones no son parte de ningún conocimiento, bueno o malo, superior o inferior. Son, más bien, provocaciones incitantes, ocasiones para un acto de indagación que ha de terminar en conocimiento” John Dewey.

No sabría decir cuándo ocurre. Quizás sea algo progresivo, o quizás ocurra en una partida determinada. Quizás sea el momento en que Caissa te besa por primera vez. Quizás sea el momento en que realmente te conviertes en ajedrecista. Quizás sea cuando descubres su magia. Es el momento en que comienzas a percibir todas las sensaciones que acompañan a ese trivial juego,.., y deja de ser trivial.

Las hay de carácter físico. Cuando combinas el tacto de los trebejos con el sabor de un café o un licor, cuando escuchas el silencio del pensamiento de tu adversario, cuando ejecutas maquinal e involuntariamente ese tic, ese gesto característico del jugador (tironearse el labio, frotarse las sienes, tamborilear en la mesa, pasar las piezas capturadas de mano a mano, asentir calladamente o negar con esos escorzos de cabeza), cuando la vejiga urinaria amenaza con estallar y miccionas con machacona insistencia, cuando gotas de nervioso sudor perlan tu frente, cuando miras sin ver y oyes el silencio, cuando intentas escrutar sus intenciones en las miradas de los mirones sobre el tablero, cuando carraspeas para ahuyentar algún fantasma interno o disimular un retortijón estomacal (estabas tan excitado por la partida que olvidaste comer), cuando...

Otras sensaciones son cognitivas o técnicas: la sensación de superioridad cuando percibes la inferioridad de los conocimientos teóricos de tu adversario, la sensación de vulnerabilidad cuando eres tú quien cae en esa burda celada, lo miserable que te sientes cuando -como buen hombre- vuelves a caer en la misma posición inferior en esa variante que habías olvidado, el recuerdo de aquellos torpes ataques en contraposición con tu actual capacidad para el cálculo exacto de variantes, tus dudas sobre si realmente el dictamen es de tablas o debes jugar a ganar, la presión de tus compañeros que valoran tu posición de diferente forma y te obligan a arriesgar, tus miedos internos imposibles de acallar....

Y finalmente las sensaciones psicológicas, las anexas, esas que poco tienen que ver con el juego en sí, pero que son un elemento clave en esta vivencia: esa tonadilla de fondo que canturreas en silencio – quizás la última canción que oíste-, esos pensamientos colaterales que enturbian y sazonan tus cálculos – tu amor, tus problemas, tus inquietudes-, ese olvido de asuntos mundanos, ese remanso de quietud, ese espacio neutro donde se detiene el tiempo y dejas de meditar – sobre tu amor, sobre tus problemas, sobre tus inquietudes -, ese agon desbocado, ese fair-play olvidado (o no), ese oxigeno lúdico imposible de definir... Y mención especial para esa especie de “orgasmo caissístico” que te posee cuando haces una combinación táctica con sacrificio. Parecería que esto debería ser una sensación cognitiva o técnica, pero os aseguro que es psicológica.

Cuando eres capaz de sentir todo esto, cuando conoces la esencia de esta mujer, Caissa, entonces eres un ajedrecista. Entonces dejas de jugar al ajedrez para gozar el ajedrez. Entonces ya estás hechizado.

Y ese es, sin duda, el mayor objetivo - y seguramente el más complejo- de cuantos me propuse al escribir “El Hechizo de Caissa”: transmitiros estas sensaciones. ¿Lo conseguiré?