sábado, 12 de junio de 2010

CAMINA O REVIENTA

”La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.” Eduardo Galeano.

De noviembre a marzo escribí casi todo el Hechizo, lo que es decir mucho considerando que todavía desconocía lo extenso de la "fase de corrección”. Pero la producción literaria propiamente dicha me la merendé en ese periodo.

Rutinas de trabajo:

1.Comenzaba el día sobre las 5:00 o antes. Pese a disponer de todo el día, continuaba aprovechando mis horas más creativas en el amanecer (o de madrugada, que en invierno seguía siendo noche cerrada). Esto es muy importante y pronto lo comprendí. En aquellas horas es cuando mayor creatividad desplegaba y hubiera sido un craso error intentar redactar cuando estaba más fatigado o cuando los ruidos mundanos pudieran molestarme. Obviamente a las 5:00 (aproximadamente hasta las 8:00) no había alma alguna que perturbara mi proceso creativo.
2.Después del desayuno, cuando mi familia se iba a trabajar o al colegio, realizaba mi primera sesión de rehabilitación en casa, algo menos de una hora.
3.Otras dos horas de trabajo, a veces de escritura, a veces de programación de la siguiente secuencia (en mi inseparable pizarra), a veces de corrección de lo elaborado en la madrugada.
4.Poco antes del mediodía me echaba el chubasquero encima, un libro (¡cuanto leí en aquella época!) un paquete de chicles, mi inevitable cuaderno, y salía a caminar. Como no podía hacer ninguna actividad física (aún pasarían muchos meses antes de poder correr) el médico me recomendó que andase mucho.  No tenía ninguna otra opción. Yo vivo en El Puig y tomé la costumbre,- no siempre, pero sí muchos días- de ir hasta Valencia caminando, unos 16-17 km (entre 2 horas y media o 3 horas, según el ritmo que me marcaba). Llegaba a Valencia a la hora de comer y muchas veces lo hacía en casa de mis padres o de mi suegra. Era difícil explicarles que pese a mi baja laboral yo tenía que continuar mi vida, porque si por ellos fuera tenía que vivir en sus casas, comer, pasar la tarde, cenar, etc.., como si fuese un inválido. Mi madre solía decir, “ay, tanto tiempo sólo y aburrido en tu casa, ¿por qué no vienes a la mía...?”. ¿Aburrido? Olvidaba decir que la escritura del Hechizo fue un secreto que sólo conocía mi mujer y mis hijos. Nadie más. Pero bueno, aquellas caminatas, además de necesarias desde el punto de vista terapéutico y físico, fueron tremendamente instructivas.

Un inciso. ¿Alguno ha leído la novela “Papillón”? Maravillosa historia carcelaria donde el protagonista, en una de sus múltiples estancias en prisión, se encuentra recluido en una celda de aislamiento durante meses. Apenas podía ver la luz media hora al día y todo su mundo se reducía a un diminuto espacio de 2 x 3 metros. Y él, sabiendo que aquello podía volver loco a cualquiera, ideó un sistema defensivo tan simple como disciplinado: caminaba durante todo el día de una punta a otra de la celda (¡qué mareo!) entregándose a sus recuerdos. Así sobrevivió milagrosamente. De todos es conocido que junto con el humor y el amor, la imaginación y los recuerdos son los alimentos del espíritu. Yo utilicé aquellos 16 km diarios para “diseñar” El Hechizo. A veces menos, lo confieso, ya que en ocasiones me quedaba en casa o caminaba por los alrededores, o me acercaba a saludar a los compañeros en el instituto (unos 7 km), o acudía a visita médica, o ... Pero en definitiva la Vía Augusta fue el escenario donde imaginé El Hechizo. No era raro verme acelerar el paso a la altura de Meliana emocionado porque se me había ocurrido una frase para cerrar el capítulo ocho, o detenerme bruscamente en Museros para anotar una idea en mi inseparable cuaderno de bitácora (sin ir más lejos recuerdo que eso hice en la última frase del sorprendente y esclarecedor epílogo). Y esa perseverancia con que escribía, esa perseverancia con que me castigaba con aquellos dolorosos ejercicios de rehabilitación, esa perseverancia con que me negaba el fracaso y el abandono, era la misma que me obligaba a dar un paso más, un kilómetro más, un esfuerzo más. Camina o revienta, como antiguamente exhortaban los sargentos de la legión a sus hombres (muchísimos lustros antes de la película del Lute, que se ha apropiado la expresión). Algunos pensarán que es una animalada caminar a pleno sol (menos mal que no era verano) tantísimos kilómetros, pero después de correr varias medias maratones, os puedo asegurar que no era demasiado para mí. Al fin y al cabo, disponía de tiempo para eso y mucho más.
5.Después de comer me iba a la clínica de rehabilitación, a por mi ración diaria de tortura. Mientras me aplicaban los electrodos o la onda corta, leía novela histórica (“La piel fría” ¡qué gran desconocida novela!, “El mundo sin fin” que...). Al acabar la sesión estaba demasiado dolorido como para más caminatas y volvía en tren hasta casa donde me atiborraba de analgésicos y descansaba unos minutos antes de ponerme de nuevo a la faena creativa. A veces me regalaba una tarde de asueto y veía alguna serie televisiva (“Prison Break”, excelente guión), o jugaba un poco de ajedrez on-line (¡mis avatares cibernéticos me reclamaban!) antes de otra dura sesión de rehabilitación domiciliaria. Otras veces escribía, y reconozco que la fatiga produjo peores líneas vespertinas que el texto producido al alba. Tomaré nota para sucesivos proyectos. Hay que escribir descansado.
6.Luego venían los críos y generalmente dejaba de escribir para atenderlos (¡Mentira! Muchas tardes seguía tan hechizado por El Hechizo que no paraba…), hasta la hora de la cena. Previamente hacía otra sesión de rehabilitación con barra y poleas, y a las 22:00 ya estaba soñando con los angelitos,…, o con Caissa.

Obviamente este esquema-tipo se modificaba sensiblemente los fines de semana, los días en que tenía visita médica y en los periodos de navidad y puentes festivos. Incluso un día a la semana (a veces dos) me iba a la biblioteca, esta vez en tren. Ya he explicado anteriormente mi eterno idilio con la biblioteca, y confesaré un romántico truquito: cuando sufría una crisis de ingenio (el famoso “síndrome de la página en blanco” del escritor, que también me pasó), me iba a la biblioteca y me desatascaba. No puedo explicar el motivo, pero allí encontraba la quietud necesaria para retomar el rumbo.

Muchos me preguntan si estoy orgulloso del Hechizo de Caissa. Y sinceramente  lo que más me congratula es haber sido capaz de acabarlo. Porque si algo he aprendido de esta experiencia es que escribir un libro es un ejercicio de disciplina descomunal. De eso sí estoy orgulloso: de no haberme rendido.., esta vez.

Camina o revienta; escribe o ríndete.

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