lunes, 7 de junio de 2010

“Y UNA PIEDRA EN EL CAMINO, ME ENSEÑÓ QUE MI DESTINO…”

”La vida es aquello que te va sucediendo mientras tú te empeñas en hacer otros planes”. John Lennon.

Ya había comenzado a escribir el Hechizo, aunque entonces no lo llamaba así. Lo etiquetaba como LQPNMC (“Lo que papá nunca me contó”, un título que no tardé en desechar por impreciso, ambiguo e impersonal). Supongo que llevaría unas treinta páginas y debo confesar que de momento me gustaba lo que había escrito. Pero ese duendecillo que siempre me acompaña, ese ser despreciable que me susurra al oído vertiendo veneno en mis pensamientos, ese gusano inmundo que siempre dinamita mis sueños y menosprecia mis actos, esa parte de mí que siempre anhelo destruir y que se esconde bajo los ropajes de la realidad, ese lado oscuro que estoy seguro que todos tenemos, me decía que no me hiciera ilusiones. Que, como siempre, sería arrancada de caballo y parada de burro (parafraseando a un viejo amigo), el inicio de uno de mis múltiples proyectos inconclusos, condenado de antemano al abandono por hastío o por incompetencia, o quizás por falta de voluntad o perseverancia. Y debo confesar que en el fondo estaba convencido de que antes o después su pesimismo acabaría poseyéndome y tendría que inclinar mi rey ante su insistencia. Sabía que el tiempo erosionaría mis ilusiones y yo mismo me buscaría excusas (trabajo, familia, otros proyectos "más prometedores", etc…) para rendirme, como con el EODC. ¿Os suena familiar? ¿También vosotros tenéis esa presencia permanente, ese lastre, en vuestra cabeza?

Era un jueves de una húmeda mañana de finales de octubre. La víspera llovió copiosamente y alguien con un poco más de cerebro hubiera optado por acudir al trabajo en coche. Pero a las 7:45 de la mañana no llovía y decidí coger la bicicleta, medio de transporte con el que habitualmente me desplazo desde mi casa hasta el Instituto donde trabajo como profesor. Atravesé el embarrado camino hortelano contento de alcanzar el asfalto. Crucé la verja metálica saludando a mi paso a compañeros y alumnos, mientras pedaleaba ya en el interior del recinto educativo. Al pasar por encima del enorme charco sentí cómo la rueda delantera se deslizaba hacia la izquierda, un involuntario derrape que me precipitó sobre la “laguna”. Instintivamente apoyé el brazo izquierdo – algo que todo judoka sabe que es una aberración – con tan mala fortuna que éste resbaló sobre la inmundicia acumulada en el charco y se anguló peligrosamente para provocar una dolorosa palanca que desplazó la cabeza del húmero hacia el interior de la articulación escápulo-humeral. Me levanté maldiciendo mi suerte, todavía ignorante de mi estado, y anduve los últimos metros hasta mi despacho. El dolor era muy intenso al quitarme el chubasquero y la sudadera, pero aún tuve suficiente presencia de ánimo como para comprobar que se trataba de una luxación e intentar reducirla a las bravas (a lo “arma letal”), pero ni con ayuda de mi compañera lo logré. Cuando me llevaron al hospital comencé a perder la sensibilidad en el brazo. El hueso deformado presionaba sobre la arteria, probablemente, y entonces comprendí que era grave. Era evidente que el desplazamiento óseo era considerable y, en consecuencia, los daños internos también los serían.

En urgencias me redujeron la luxación sin muchos miramientos, pero no me importó. Era necesario y urgente. A las dos horas volví a casa con el brazo en cabestrillo, no sin antes prometer a mi directora que el lunes siguiente, si me encontraba bien, volvería al trabajo. Iluso de mí. ¡Qué lejos estaba de imaginar que aquella era la lesión más grave que nunca sufrí (y os aseguro que he sufrido muchas) y que mi convalecencia, mi baja laboral, se prolongaría más de medio año!

Más adelante profundizaré sobre todo el proceso de rehabilitación y cómo me organizaba para aprovechar el tiempo al máximo, pero ¿os dais cuenta de que ahora ya no tenía ninguna excusa? Recordé una cita, de no sé quién, que decía algo así como que había que hacer de la tragedia una oportunidad. ¿Cómo era posible que yo, balonmanero consagrado, cinturón negro de judo, avezado ciclista, jugador de rugby, de hockey, de basket, esquiador, escalador…., hubiera tenido esa “mala caída”? ¿Había sido una mala caída? Quizás el destino, por esta vez, estaba dispuesto a demostrarme lo contrario. Quizás ahora podía comprender aquello de la relatividad de lo que nos acontece y el color del cristal con que se mira. Ahora sólo me faltaba el valor para convertir mi caída en una oportunidad. En un ascenso.

En casa, mientras me atiborraba de analgésicos, miré a mi lado oscuro, allí, al otro lado del  espejo, y le dije: “te vas a enterar, maldito”.

Así que, aquel charco en mi camino me enseñó que mi destino era escribir y escribir…


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