lunes, 25 de enero de 2010

REENCUENTRO. LA FERIA DEL LIBRO.

“Ante ciertos libros uno se pregunta: ¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta: ¿qué leerán? Y al fin, libros y personas se encuentran.”
Andre Gide.

En la primavera del año 95 una avería en su vehículo obligó a nuestro personaje anónimo a transitar las calles de Valencia. Tropezó con las casetas de la Feria del Libro. Tenía prisa y marchaba apresuradamente entre el gentío, esquivando peinetas de falleras, ramos de ofrenda y compulsivos lectores cuya curiosidad obstaculizaba el angosto paso. El carrito de un bebé le sale al encuentro y debe detener su marcha. Mira a derecha e izquierda buscando un atajo, murmurando “disculpe, me permite, gracias”, pero el bloqueo es insalvable, de momento. Se detiene junto a una parada concurrida. Logra hacerse un hueco que lo aproxima al stand bibliográfico. Y entonces, cuando menos lo esperaba, Caissa le guiñó un ojo.

La portada del libro revela su inequívoco contenido. Dos caballos de madera enfrentados sobre un tablero. Es el tomo II del “Tratado General de Ajedrez” de Roberto Grau. Nuestro personaje no sabe explicar el motivo. Sólo recuerda un impulso irresistible de alargar la mano hacia el libro, de olfatear el aroma a tinta, de ojear su contenido. Lee, al azar, un fragmento del encabezamiento del primer capítulo: “La creencia de que el ajedrez es un juego complicado, no ha logrado ser desalojada de la mente de los profanos....En realidad, el ajedrez no es ni más ni menos complicado que la mayoría de las especulaciones mentales que hacen las delicias del hombre desde siglos atrás”.
Nuestro personaje pregunta por el precio. Ciento noventa y cinco pesetas. Una ganga. ¿Los volúmenes tres y cuatro? Al mismo precio. Tres gangas. Nuestro personaje duda unos instantes y satisface el pago de toda la colección. Falta el volumen uno. Posteriormente lo adquiriría en una librería especializada por su precio de venta al público habitual, 1600 pesetas.

Aún hoy no estoy del todo seguro de que realmente Caissa (prima hermana de Fortuna) no fuera esa hechicera disfrazada de fallera que le observaba desde la lejanía, quizás meneando graciosamente su naricilla, quizás agitando disimuladamente su varita mágica, quizás pronunciando secretos sortilegios con los que subyugar a su víctima. Pero nuestro personaje ya no tiene prisa. Tropieza con el carrito del bebé, con un ninot indultado y con su pasado perdido, mientras ojea con avaricia su tesoro encuadernado.

Y al día siguiente volvió a la Feria del Libro (cita anual inexcusable, desde entonces), en busca del primer volumen de la colección, que no encontró. Pero bajo el brazo se trajo “La Tabla de Flandes” de Pérez Reverte y una tonelada de ilusiones olvidas.

Julio César narraba en tercera persona su “Guerra de las Galias”. Hoy, yo lo hago porque, sinceramente, a duras penas puedo reconocerme en ese personaje que fui antes de esta epifanía.

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