domingo, 28 de marzo de 2010

ABATIENDO EL REY DEL EODC

“El fracaso prueba la debilidad del deseo y no su temeridad” Andre Maurois

Después de aquellas veinte noches de ilusión, de intenso trabajo y de iniciática experiencia literaria, me abandoné. Y abandoné EODC. No sabría decir si fue desidia o autocomplacencia, si se trataba de fatiga mental o simplemente me negaba a reconocer que me enfrentaba a un callejón sin salida. Que no tenía ni idea de cómo unir todos aquellos pedazos de texto, cómo articular aquella bazofia para que tuviera un poco de sentido.

Primero me contenté diciéndome (¡que absurdos y falsos son estos divertidos diálogos internos!) que tenía que descansar después de aquellas veinte intensas sesiones. Más tarde me consolaba justificando mi inactividad en la búsqueda de soluciones reflexivas a los problemas que me habían detenido. Y anduve algunos meses elucubrando cientos de excusas para no continuar con el trabajo, hasta que finalmente acepté la realidad. Había fracasado estrepitosamente en aquella mi primera aventura literaria.

Un par de voluntariosos y bienintencionados lectores le “echaron un vistazo” al borrador y, como eran amigos, tuvieron mucho tacto para disfrazar la crítica que realmente merecía con tibios deseos de mejora y consejos bienintencionados, burdos matices de una sentencia inevitable.

Quizás algún lector pueda pensar que me sentí abatido o fracasado, pero no fue así. En realidad - interesante aprendizaje vital - simplemente me negué el fracaso por hastío. Fui lo suficientemente cobarde como para no enfrentarme a ese momento en el que tenemos que reconocer nuestra debilidad y abatir nuestro rey.

Suelo decorar mi despacho con citas célebres, y recordaba una que reza: “sólo existe el fracaso cuando dejas de perseguir el éxito”. Así que escondí la cabeza en la tierra cual avestruz y me negué a calificarme de derrotado, aunque no sabía cuánto podría aguantar esta mentira.

A veces escribía en mi cuaderno una posible idea salvadora que pudiera reconducir la historia hacia un desenlace verosímil y aceptable. Pero no tardaba en darme cuenta de que aquello apenas atenuaba uno de los múltiples síntomas de una enfermedad crónica y probablemente incurable. Sajaba por un extremo y la metástasis de mi incompetencia provocaba purulentos abscesos en otro capítulo, pasaje o eje argumental. ¿Eje argumental? Ahora sé qué es eso. Entonces era un absoluto ignorante. Desconocía tantas cosas, tantos recursos, tantas técnicas de escritura, que ahora me sorprende que entonces no lo hubiera mandado todo al garete definitivamente. Pero claro, comenzaba a envejecer y ya pocas alegrías me daba el deporte, incluido el ajedrez. Quizás la escritura pudiera darme algunas alegrías añadidas. ¿No es eso lo que todos buscamos?

Pero pese a mi ceguera y recalcitrante contumacia a aceptar la derrota, pude sacar algunas consecuencias claras de esa aventura: problemas con la estructura, problemas en el tono de la narración, falta de programación de la historia, personajes excesivamente histriónicos, desorganización, adjetivación redundante y gratuita y, sobre todo, inconcluso desenlace. Como en un análisis post-mortem de una partida. Detectando los errores. Y como colofón, un descorazonador dictamen: escribir una novela es una carrera de fondo. No basta con escribir bien. Hay que perseverar y no rendirse jamás, hasta el punto final.

Y precisamente yo soy ese aprendiz de todo y maestro de nada que siempre fracasaba por abandono. Mal panorama.

Una conclusión clara: ante de teclear, hay que reflexionar. Y yo era ajedrecista, la especie más reflexiva del planeta ¿no? ¿O era escritor? De momento, no.

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