miércoles, 5 de mayo de 2010

EL TALLER LITERARIO 1. Una hormiga entre gigantes.

“Lo que llamamos casualidad no es ni puede ser sino la causa ignorada de un efecto desconocido.”Voltaire.

Sentía una ambivalente sensación de optimismo y derrotismo simultáneo. Por una parte escribía cada vez mejor, era evidente. Y por otra cada vez era más crítico conmigo mismo y me daba más cuenta de mis carencias. El fracaso del EODC me quemaba, pero todavía no estaba dispuesto a renunciar. Por otra parte la historia del Hechizo crecía en mi cabeza, las piezas del puzzle comenzaban a encajar, el tetris argumental cuadraba, incluso ya estaba urdiendo el final. Pero aún no tenía valor para sentarme frente al teclado. ¿Era valor lo que me faltaba? Me costaba reconocerlo, pero mi formación era demasiado deficiente. Por eso fracasé con el EODC. Ese era el problema.

A veces en la vida los acontecimientos ocurren gracias a pequeños detalles, a casualidades, a caprichosos del destino. ¿A veces? No entraré en discusiones semánticas de si fue la casualidad o la causalidad, simplemente diré que fue algo inesperado.

Acababa de leer una excelente novela histórica, “El hombre de Esparta”. Por casualidades del destino, el autor se la había regalado, con dedicatoria incluida, a mi hijo, y yo, depredador incansable, la leí con avidez y placer. Conseguí el mail del escritor y le envié un correo felicitándolo por su novela. Me sorprendió respondiéndome con prontitud y aprovechó para invitarme a un taller literario sobre novela histórica que él organizaba.

Al principio dudé. Yo era un hombre de acción y no me imaginaba compartiendo mesa redonda con sesudos literatos seguramente muy leídos.., y algunos bastante escritos, jeje. Una hormiga entre gigantes. Pero aquello duró apenas unos segundos. Veamos los elementos de la ecuación: novela histórica, aprendizaje de técnicas de escritura, quizás el empujón que necesitaba esa historia que crecía en mi cabeza, quizás la solución a los problemas que me hicieron fracasar en el EODC,… Demasiado azúcar en el pastel. Y yo soy muy goloso. Acepté.

Bajó de la moto, se quitó el casco. Me acerqué y le dije: “El creyente, supongo”. Él me contestó: “Fernando, supongo”. Bueno, no fue así, claro, pero ¿a que mola cómo se me desboca la imaginación en cuanto estoy delante de un teclado?

En aquella primera sesión celebrada en una acogedora biblioteca (¡qué paraíso!) hablamos sobre la motivación para la escritura, sobre la necesidad que tenemos de escribir, sobre libros, sobre historias destinadas a ser contadas, sobre la pulsión que en ocasiones nos arroja sobre el folio en blanco para tiznarlo, sobre…, y comprendí que no era un bicho raro. Yo era una hormiga entre gigantes, pero por alguna extraña razón me sentía de la misma especie.

Y así fue como conocí al “creyente”, el profe de aquel taller inolvidable. Él me animó, él me enseñó, él me orientó, y lo denomino así, creyente, porque él fue quien con más fuerza creyó en las posibilidades del Hechizo de Caissa. Su auténtico padre putativo.

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