viernes, 28 de enero de 2011

A HOMBROS DE GIGANTES

Mientras los ríos corran al mar, hagan sombra a los valles los montes y haya estrellas en el cielo, debe durar la memoria del beneficio recibido en la mente del hombre agradecido.” Virgilio.

A veces es nuestra humana vanidad y otras es una ceguera irracional que nos hace olvidar de dónde venimos y sobre quién nos aupamos para alcanzar la suficiente altura que nos permita ver el espectáculo de la vida escasos centímetros por encima de la multitud. Olvidamos que somos parte de ella. Y luego está la (falsa) modestia. Pero claro, eso va con el carácter de cada uno.

Lo cierto es que todos somos permeables a los cumplidos y escribir un libro es un esfuerzo tal que difícilmente pasa desapercibido el halago a esa debilidad tan bien nutrida por la “sociedad de la excelencia” que se llama vanidad.

Ya he comentado en anteriores entradas que mi mayor motivo de orgullo es haber acabado algo, ¡por una vez! Ahora reconoceré, y os juro que no es falsa modestia sino el convencimiento de que realmente es lo justo, la ayuda que he tenido (sólo para la documentación, de lo otro ya hablé anteriormente).

Gracias a Alberto, a David, a Juan, a Rafa, a Jaime, a Carlos, a Jose, a Andrés, a Matteo, a Virgilio, a Txistu, a Yago, a Anatoly, a Quique, a Luis, a … ¿Que quiénes son? Todos los rivales con los que he jugado cada una de mis partidas de ajedrez. Ellos son los responsables de todos los sentimientos que intento trasmitir en la novela, de todas las vivencias que me llevaron a plasmar en el hechizo lo que Marcos, el protagonista, vive, sufre y experimenta. Sin ellos, el hechizo hubiera sido otro, o directamente no hubiera existido. Y tengo que estar agradecido a toda la comunidad ajedrecística porque ellos me han descubierto un mundo maravilloso, peculiar, cruel en ocasiones, mágico en otras,.., ese mundo que intento mostrar en El Hechizo de Caissa.

Gracias a Alexei, Emmanuelle, Alexander, José Raúl, Bobby, Garry, Tolya, Paul, y sobre todo a Mijail, esos gigantes - que decía Robson en “Los siete pecados capitales del ajedrez”- sobre cuyos hombros avanzamos. Porque es muy fácil hablar de la excelente técnica, o comprensión posicional, o capacidad táctica de un Topalov, o Carlsen, o Anand, olvidando que no existirían -como lo que son- si antes no les hubiera precedido un Kasparov, y antes de éste un Karpov, y antes un Fischer, y antes un Tahl, y antes un Botvinnik, y antes un Alekhine. y... Porque todos los aprendizajes en la vida, (¡y no digamos en el ajedrez!) se fundamentan en un principio acumulativo, por mucho que determinados individuos puedan con su genialidad (de ahí el concepto de genio) provocar una revolución cognitiva capaz de dinamitar los límites de un sistema de creencias o conocimientos aceptados como válidos. Y esto es así, nos guste o no, en todas las esferas de la vida. Somos lo que aprendemos y ello se lo debemos a quienes nos precedieron, llámense maestros, compañeros, antecesores o padres. Aunque a veces nos cueste reconocerlo y sea políticamente muy correcto poner a parir lo antiguo, llamarlo obsoleto y hablar de la modernidad, de la tecnología o de las nuevas formas de comunicación como si hubiésemos descubierto el nirvana definitivo. 

La humana vanidad es tan veleidosa que a veces nos creemos alguien por alcanzar un logro que sin la participación de esos “gigantes” hubiera sido absolutamente imposible.

Pero al margen del comentario genérico sí me gustaría desde este blog romper una lanza a favor de los genios anónimos de este polémico arte. Porque todos conocemos los nombres y apellidos de los más grandes arquitectos, pintores, escritores, músicos o cineastas, y muy pocos reconocen la genialidad en Mijail, Boris, Bobby o Alexandre. No pretendo comparar manifestaciones artísticas tan diferentes, ni entrar de nuevo en la consabida discusión de cuál es la auténtica naturaleza del ajedrez o cuánto tiene de arte, pero os aseguro que esos monstruos son auténticos creadores. Eso sí, y ahí está el problema, para entender esto antes es necesario haber combatido a muerte en el reino de Caissa.

Dos confesiones:

1.En todo el libro sólo hay unos pocos párrafos que no tuve que corregir ni una sola coma: los agradecimientos.
2.De todos los halagos recibidos (algunos protocolarios, alguno malintencionado y no exento de sarcasmo, pero la inmensa mayoría sinceros), sólo hay uno que me inundó el corazón. Fue mi amigo Antonio, el creyente de mi blog, el ángel de la guarda del hechizo, que al acabar de leer el borrador inicial, y entre muchas otras observaciones, me dijo: “en cuanto he acabado la novela me han entrado unas ganas enormes de jugar una partida...”

¿Qué más se puede pedir?

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